Capítulo 3
La luz de la mañana se colaba por la ventana de la cocina. Tarareaba una vieja melodía mientras freía, sin apuro, un poco de tocino y un huevo estrellado.

Era mi modesto banquete de despedida.

No alcancé ni a pinchar la yema cuando un ruido en la entrada interrumpió el momento: la puerta se abría.

Lorenzo apareció envuelto en el perfume de Chiara, con un ramo exagerado en la mano: flores del paraíso, amarillas y naranjas, con tallos duros y erguidos.

Siempre las había odiado: toscas, vulgares, insoportables.

Pero a Chiara le fascinaban. Decía que representaban la fuerza de la mujer que algún día quería ser.

—Buenos días, Victoria —su voz arrastraba el cansancio de una noche en vela, pero sonaba animado.

Dejó el ramo sobre la mesa y se sentó frente a mí, fingiendo que aquí no había pasado nada.

—Anoche Chiara volvió a sentirse mal —murmuró con un dejo de queja y de excusa—. Que el nuevo analgésico no le hacía nada. Con ese cuerpecito... cualquier cosa la tira.

Mientras hablaba, intentó agarrar mi pan. Yo lo retiré sin mirarlo.

Se quedó quieto, sorprendido. Solo entonces notó que en la mesa había un único desayuno.

—¿Y el mío? —arqueó la ceja, seguro de que alguien debía atenderlo—. Victoria, no pienses solo en ti y en el bebé, ¿vas a dejar a tu esposo con el estómago vacío?

Mi silencio lo incomodó. Tal vez entonces le vino a la cabeza la escena en la iglesia.

—Lo de ayer... lo siento, Victoria —me tomó la mano—. Chiara de verdad estaba mal, Mark la dejó sola...

El mismo guion de siempre.

Para cambiar de tema, agarró el ramo y lo puso a la fuerza entre mis brazos.

—Son para ti, tus favoritas. Y dentro hay una sorpresa. ¿Quieres verla?

Me abrazó por detrás, tomó mi mano y abrió con cuidado un capullo.

De ahí sacó una cajita de terciopelo rojo: un par de aretes.

Los miré sin decir nada. A simple vista pasaban, pero a contraluz se notaban las grietas baratas.

Era tan absurdo que casi me reí.

—¿Te gustan? —preguntó, buscando mi aprobación.

Sentí que la rabia me sacudía entera.

Conocía demasiado bien esa piedra: era mi rubí sangre de paloma.

Meses atrás me dijo que la había mandado al joyero y yo soñaba con ver la pieza terminada.

Ahora lo entendía: la gema principal ya brillaba en el tocador de Chiara. A mí solo me habían dejado las sobras, reducidas a unos pendientes sin gracia.

¿Y todavía tenía el descaro de regalármelos? ¿Con lo que era mío?

—¿Victoria? —me tocó el hombro, desconcertado por mi silencio.

Cerré la caja y la dejé caer sobre la mesa, sin darle importancia.

—¿No te gustan? —preguntó molesto, ya con la irritación en la voz.

La ternura de su cara se desvaneció al instante, dando paso a la impaciencia. Carraspeó, recordando al fin a qué había venido.

—Victoria, otra cosa. El mes que viene es el Festival de la Cosecha. Chiara me pidió representar a la Diosa de la Abundancia.

Me quedé helada.

Ese festival era de los rituales más importantes en el sur. La Diosa, símbolo de fertilidad y prosperidad, la representaba siempre la esposa del padrino. Solo si el padrino no tenía esposa, podía asumirlo una hermana.

Yo, Victoria Vitale, embarazada de su hijo... y sin una sola boda consumada.

En teoría, sí, Chiara tenía derecho a reclamar ese lugar.

—Ya sabes cómo anda de salud, últimamente está muy desanimada. Desde niña sueña con ser la Diosa. Y cuando Mark... —hablaba con esa impaciencia que presiona, como dándome por hecho.

Me trajo justo las flores que más detestaba.

Usó mis piedras y a mí me dejó solo las sobras: pendientes vulgares, mientras la gema más valiosa ya adornaba el tocador de otra.

Y ahora quería dejarme sin mi lugar en el festival más sagrado del sur, ese que da honor y legitimidad, solo para entregárselo a Chiara y verla feliz.

De repente me envolvió una calma extraña.

Nunca me importaron los títulos ni los papeles, pero en ese momento entendí de golpe cuánto más pesaba Chiara que yo en su corazón.

—Está bien. Acepto —dije con una sonrisa leve, casi amable.

Se quedó helado.

—¿Aceptas?

—Sí. Al final es solo un papel. Si a ella la hace feliz, que lo tome.

Su rostro cambió al instante: la irritación desapareció y se iluminó con alivio. Extendió los brazos hacia mí.

—¡Sabía que lo entenderías! Eso es tener la grandeza de una verdadera madrina, la dignidad que corresponde a la...

El zumbido de un celular lo interrumpió. Era su tono exclusivo: aquella pieza de piano que Chiara había grabado solo para él.

Se le cruzó el fastidio, pero lo borró al instante con esa sonrisa indulgente.

—Perdona, Victoria.

Contestó de inmediato, convencido de que lo iba a comprender.

—¿Chiara? ¿Qué pasa ahora? Sí, tranquila, ya voy.

Colgó, tomó las llaves y, antes de salir, volvió sobre sus pasos solo para remarcar:

—¡Te lo juro! Esta será la última vez. Mañana repetimos la boda. Cuando nazca el bebé, todo mi tiempo será tuyo y de él.

Lo observé marcharse, el rostro apagado, vacío de todo.

¿La última vez? —me repetí en silencio—. No, Lorenzo, lo nuestro ya se acabó.

***

Al día siguiente, en la iglesia de Santa María.

El templo lucía aún más fastuoso que la víspera.

Rosas blancas y lirios del valle cubrían el pasillo desde la entrada hasta el altar, y el aire estaba saturado de un perfume caro, dulce y penetrante.

Los invitados murmuraban entre sí, lanzando miradas curiosas hacia el espacio reservado para la novia.

Lorenzo, impecable en un traje negro hecho a la medida, lo esperaba en el altar. Se ajustaba con calma los puños de la camisa, de buen humor.

Anoche lo de Chiara no pasó de un arrebato, y con estar un rato a su lado se calmó.

Victoria, en cambio, estuvo más tranquila de lo normal: sin quejas, sin dramas.

"Hoy..." pensaba Lorenzo, "todo saldrá perfecto."

Todo, menos un detalle: la novia no aparecía.

En ese momento, Antonio, su hombre de confianza, cruzó el pasillo entre los bancos con la cara desencajada.

Se inclinó hacia el altar y, en voz baja pero cargada de urgencia, murmuró:

—La señorita Vitale no está en la hacienda. Su habitación está vacía. Las maletas desaparecieron.

—¿Qué dijiste? —Lorenzo se giró de golpe, el gesto endurecido.

Antonio tragó saliva antes de añadir:

—Nuestros hombres averiguaron que la señorita Vitale fue vista entrando en una clínica de maternidad.
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