Capítulo 2
Esa noche estaba por quedarme dormida cuando escuché el clic suave de la cerradura.

¿Lorenzo había vuelto?

Me quedé inmóvil, de pie junto a la puerta, atenta a los ruidos apagados que venían de la cocina.

Últimamente lo hacía seguido: entraba sin avisar, se entretenía un rato cocinando y luego salía corriendo con lo que había preparado.

Una vez, al sentir el aroma dulce que salía del horno, pensé que era una sorpresa para mí.

—¿Qué haces? —pregunté, acercándome con curiosidad.

Sin levantar la cabeza, empacaba a toda prisa unas tartaletas de limón recién horneadas.

—Chiara dijo que se le antojaron.

Las acomodó con cuidado y hasta les puso un moño bonito.

—Tengo hambre —admití, mirando aquellas tartas doradas mientras se me hacía agua la boca.

Él se detuvo un segundo, como si recordara que yo también las adoraba.

—¿Quieres que le pida a Ana que te prepare algo? ¿O mejor pedimos afuera?

Esa noche, cuando se fue, Ana me sirvió un plato de pasta... tan salada que me dejó un sabor amargo en la boca.

Desde entonces dejé de interesarme por lo que cocinaba ni para quién lo hacía.

Esa noche solo me levanté a buscar un vaso de agua.

La cocina olía a café, cacao y mascarpone.

Estaba preparando un tiramisú.

Colocaba los bizcochos, luego la crema con licor de café y encima espolvoreaba cacao. Tan metido estaba que no me vio hasta que abrí la llave del agua.

—¿Victoria? —se giró sobresaltado, cubriendo la mesa con el cuerpo—. ¿Todavía despierta?

—Tenía sed —respondí con calma.

—Esto... —al notar mi mirada fija en el tiramisú, se apresuró a decir—. No puedes comer esto, tiene café y yema cruda. No es bueno para embarazadas.

Su apuro me pareció casi ridículo. Tres meses atrás, cuando yo no podía ni retener agua por las náuseas, no me llevó ni un vaso. Y ahora, para el postre de Chiara, se desvivía en cuidados.

—Tranquilo —me sequé las manos—, no tengo el menor interés en sus postres.

Iba a contestarme cuando sonó su celular. En la pantalla apareció un nombre: Chiara.

—Creo que tengo fiebre... —su voz lánguida se escuchaba hasta la cocina.

En un segundo el rostro de Lorenzo se endureció, aunque en la mirada aún le quedaba cierta suavidad.

—¿Otra vez tomando medicinas sin avisar? Quédate tranquila, ya voy.

Colgó y, con movimientos rápidos, guardó el tiramisú en una caja, ajustó la cinta y hasta acomodó el moño.

—¿Recuerdas que esta noche debía ser nuestra boda? —solté de golpe, todavía con un hilo de esperanza.

—No empieces —respondió sin mirarme—. Es el cumpleaños de Chiara, necesita compañía.

—Es la boda número diecisiete... —mi voz tembló.

Por fin me sostuvo la mirada. En sus ojos, la misma lucha de siempre.

—Victoria, no seas injusta. Tú sabes que Mark…

—Su último encargo —lo interrumpí con una sonrisa amarga—. Anda, no hagas esperar a Chiara.

Cuando el ruido del auto se perdió en la distancia, abrí el celular.

Chiara había publicado hacía cinco minutos: "Con fiebre de 39°C… pero mi hermano me prepara una sorpresa".

La foto mostraba un termómetro en 36.7°C.

Dejé el celular a un lado y me vino a la mente la primera vez que vi a Lorenzo, tres años atrás

En Milán, en plena mesa de negociación entre el norte y el sur, yo participaba como asesora financiera de los Vitale.

Lorenzo entró con los hombres del sur y, de inmediato, los guardias levantaron sus armas.

Él no dudó: caminó directo hacia mí y, frente a todos, se arrodilló, colocando una pistola dorada en mi mano.

—Victoria Vitale —sus ojos verdes brillaban como esmeraldas—, aquí hay una bala. Si algún día te fallo, puedes disparar.

El salón se llenó de murmullos. Mi padre lanzó la copa al suelo y los ancianos del sur lo tacharon de loco.

Pero yo entendí el peso de ese gesto: me estaba entregando su vida, y con ella el honor de toda su familia.

Después me confesó que Mark casi perdió la razón.

—¡Le diste a la heredera del norte el símbolo de nuestro poder! —le gritó furioso.

Lorenzo solo se encogió de hombros.

—De todos modos, pronto seremos una sola familia.

En aquel tiempo, Chiara solo le molestaba. Cada vez que hablaba de ella, lo hacía con fastidio.

—La hija de Mark es una carga de la que no logro librarme.

La vi por primera vez en nuestra fiesta de compromiso: llevaba un vestido blanco sencillo, estaba en un rincón, pálida y callada.

—¿Esa es Chiara? —le pregunté a Lorenzo.

Ni siquiera giró la cabeza.

—Sí. Está enferma, no sé para qué vino. Qué fastidio.

De inmediato llamó a un camarero:

—Llévenle una manta a la señorita del rincón. Y un vaso de leche caliente.

Con el tiempo entendí que toda su relación con ella estaba llena de contradicciones.

—Chiara depende demasiado de los demás —lo decía con hastío, pero conocía cada una de sus alergias.

—Esa muchacha me desespera —refunfuñaba, pero si terminaba en el hospital, él era el primero en aparecer.

—¿No puedes ser más independiente? —repetía... justo antes de dejarme sola en el altar para correr detrás de ella.

El timbre del celular me sacó de mis pensamientos. Era Sofía, una de las pocas amigas que sabía toda la verdad, hija de un clan del norte.

—¡Victoria! ¿Viste lo que subió esa perra de Chiara? —su voz estaba llena de rabia—. ¿Por qué Lorenzo está con ella? ¿No era hoy tu boda? ¿Y en tu noche de bodas se fue a celebrar el cumpleaños de la zorra? ¿Encima le hizo tiramisú con sus propias manos? ¿Alguna vez te cocinó a ti?

Me quedé callada, con el cuerpo rígido y las manos frías.

—¡Victoria, respóndeme! —Sofía sonaba al borde de la desesperación—. No me digas que otra vez vas a agachar la cabeza.

—No hubo noche de bodas, Sofía —respondí tranquila—. La boda se canceló.

Del otro lado, silencio. Pude imaginarla mordiéndose los labios de pura rabia, hasta que soltó un jadeo incrédulo:

—¿Otra vez? ¿En plena ceremonia?

—Sí.

La furia en su voz casi me reventó el oído:

—¡La número diecisiete! ¡Y tú encima embarazada! ¿Qué demonios pretende ese Lorenzo Russo? ¿Acaso Chiara es su hermana de sangre?

—No —la corregí, con la voz helada—. Es la llamada hermana jurada de él, la hija de Mark Rossi.

—¡Al carajo con Mark Rossi! —escupió furiosa—. ¿Y esa deuda se paga condenándote de por vida? ¡Victoria, tú eres una Vitale! ¿Desde cuándo tragas tanto?

—Ya no —dije mirándome al espejo, devolviéndome la imagen de un rostro pálido pero firme—. Sofía, necesito un favor.

—El que quieras.

—Encuéntrame una clínica de maternidad —mi voz no titubeó—. Cuando aborte a este hijo... volveré a Milán.
Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP