Siete años después, en el Centro Financiero Internacional de Milán, crucé el salón del brazo de mi padre.
Al cruzar el salón, entendí que ya nadie dudaba: yo era la líder indiscutida del norte.
Madonna Vitale, así me llamaban ahora.
Sentí un cosquilleo en la palma: era Angelo, con su manita suave, buscando mi atención.
Sonreí y despeiné con ternura su cabello oscuro.
—¿Qué pasa, mi angelito?
—Mamá —susurró con una seriedad rara en un niño—, ese hombre no deja de mirarte.
Seguí su mirada hacia un rincón en penumbras: Lorenzo Russo.
Se veía avejentado, sin el porte arrogante de antes. A su lado, Chiara se aferraba a su brazo, observándome con recelo.
Retiré la vista con calma, indiferente.
—No importa, ignóralo.
Pero Lorenzo se acercó. Le apartó de un manotazo la mano a Chiara, que intentaba detenerlo, y avanzó tambaleante, apestado a alcohol.
—Victoria... —su voz temblaba, cargada de emoción contenida—. Han pasado siete años...
Lo miré fríamente. Guardé silencio.
—Vuelve conmigo —implor