El reloj marcaba las 8:55 cuando la puerta del Café El Milano exhaló su suspiro metálico. Daniel Márquez emergió del crepúsculo madrileño como una sombra despojada de su sustancia, el rostro ceniciento reflejando las luces ambarina del establecimiento. Sus ojos, antes faros de autoridad corporativa, ahora eran pozos sin fondo donde se ahogaba la certidumbre.
Cinco minutos antes de la cita. Cinco minutos que pesaban como décadas en su pecho oprimido.
La máscara del CEO —esa segunda piel forjada en juntas directivas y batallas corporativas— se había desintegrado por completo, dejando al descubierto la carne viva del hombre que había olvidado cómo respirar sin el oxígeno del control.
El aire del café se espesó como miel tibia. Las conversaciones se diluyeron en un murmullo lejano, los tintineos de las tazas se volvieron ecos fantasmales. El tiempo se fragmentó en cristales cortantes.
—Lucía...
Su voz era un susurro ronco, un hilo de seda desgarrado que apenas logró atravesar la distancia