El aire entre ellos se había vuelto denso, cargado de una electricidad que parecía hacer que los objetos vibraran con una frecuencia más alta. Daniel se acercó a ella, y el movimiento fue instintivo, como si una fuerza magnética lo atrajera hacia el peligro que representaba.
—¿Está jugando conmigo, Lucía? —preguntó, y su voz se había vuelto ronca, como si las palabras le rasparan la garganta.
Ella no respondió inmediatamente. En lugar de eso, se acercó a la ventana, y Daniel siguió el movimiento de su cuerpo con una atención que rayaba en la obsesión. La luz del atardecer se filtró a través de la tela de su blusa, creando un contraluz que definía cada curva con una precisión que lo turbó.
—No estoy jugando —respondió finalmente, sin darse la vuelta—. Estoy... equilibrando la balanza.
Equilibrando la balanza. La frase resonó en la mente de Daniel como un eco que se multiplica hasta convertirse en una sinfonía. Entendió entonces que lo que había comenzado como un descubrimiento accident