SOPHIE

La noche tiene esa quietud falsa que ocurre cuando el mundo sigue girando pero uno ya no puede hacerlo al mismo ritmo. Todo está en su lugar, como si nada hubiera cambiado realmente: la taza de té frío sobre la mesa, la luz tenue de la cocina que se filtraba hasta el pasillo, el murmullo apagado del tráfico lejano. Pero dentro de mí, algo se mueve con un peso que no sé cómo nombrar.

Max ya duerme.

Mi hijo respira con esa tranquilidad que solo tienen los niños cuando no cargan con el peso de las verdades de los adultos. Observo cómo su pecho sube y baja, acompasado, suave, como una confirmación de que todo lo que ocurrió hacía ocho años pertenecía a otro mundo, a otra realidad. Para él no es una historia, ni un trauma, ni un principio y un final. Solo es su vida.

La puerta de su cuarto está entreabierta. No quiero cerrarla del todo. Nunca puedo.

Vuelvo a la sala y apoyo la espalda contra la pared. Tengo el teléfono en la mano desde hace unos minutos, sin animarme a tocar