ClaraLlevaba cinco días encerrada con el cuaderno de anotaciones de Leonardo. No hablaba con nadie. Apenas comía. Ese cuaderno —ese maldito cuaderno— se había convertido en una grieta por donde el pasado se colaba sin permiso, sin tacto, sin tregua.Julieta me lo había entregado con una ligereza casi irresponsable, como si solo se tratara de un diario. Pero no lo era. Era una confesión encubierta. Un rompecabezas retorcido. Un archivo de pensamientos íntimos que jamás imaginé que Leonardo pudiera escribir… y mucho menos, que nunca me hubiera dicho en voz alta.¿Julieta sabía lo que hacía? ¿O solo fue una jugada torpe? A estas alturas, ya no estaba tan segura.Desde que abrí la primera página, dejé de dormir como antes. Cada línea parecía arrancada de una versión alterna de nuestro matrimonio. Una en la que él no era el hombre distante y metódico que terminó pidiéndome el divorcio. Sino alguien más humano. Más roto. Más… mío.Las notas se dividían en dos tipos: las que Julieta había t
—Señorita Viel —me llamó el conserje desde su caseta, alzando un sobre negro entre sus dedos manchados de tinta—. Esto llegó hace un momento. Lo dejó un repartidor.Me detuve de inmediato. El frío del aire se coló por el cuello de mi abrigo, pero no fue por eso que temblé.El sobre no era solo una carta. Era una advertencia disfrazada de cortesía. Una amenaza envuelta en papel fino, oscuro, como si quien lo escribió supiera exactamente a qué rincón de mi mente debía apuntar. El nombre estaba trazado en tinta negra brillante, con una caligrafía tan precisa que parecía una provocación.—¿Dijo quién lo enviaba?—No, solo que era entrega personal. Un chico nuevo, si no me equivoco —respondió el conserje, frunciendo el ceño. Su tono no era de alarma, pero sí de incomodidad. Como si ese sobre también lo inquietara.Asentí en silencio. Tomé el sobre con cuidado, con la misma precaución con la que uno sostiene algo que podría explotar. Lo guardé en mi bolso. No pensaba abrirlo ahí, bajo el sol
Volver a Calle Lira era distinto esta vez.Ya no llegaba con dudas ni con el temblor de quien busca explicaciones. Esta vez traía certezas. Pruebas. Y un nombre que ya no podía seguir oculto.Julieta abrió la puerta antes de que tocara. Como si ya supiera.—Me llegó esto —dije, tendiéndole el sobre negro. Quemaba solo con sostenerlo.Julieta lo miró brevemente, luego lo tomó con ambas manos. Lo abrió con cuidado, como si el papel pudiera morder. Sacó la hoja y leyó en silencio. Sus ojos se desplazaban con lentitud, como si cada línea le pesara más que la anterior.Al llegar al final, su rostro se endureció. No fue sorpresa. Fue decepción.—Lo escribió él —murmuró—. Sin duda. Esta precisión… estas frases que parecen tus propios pensamientos. No es casual.Me crucé de brazos.—Es Alonso.Julieta asintió, el gesto cargado de amargura.—Sabía que tarde o temprano te llegaría algo así. Él no sabe detenerse. Cree que entrar en la mente de otros es un derecho, no una invasión.—Y lo peor —agr
Seguí a Clara. No fue un impulso. Fue una decisión fría, premeditada, como tantas otras que había tomado sin remordimiento en los últimos meses. La vi salir de mi departamento, aferrada al manuscrito como si fuera un salvavidas, y supe que no podía dejarla sola; no cuando su rostro mostraba esa determinación tensa, esa decisión que amenazaba con escaparse de mis manos.Ella subió a su auto sin dudarlo, encendió el motor y desapareció calle abajo. Yo ya estaba en el mío, esperándola, y cuando la vi alejarse, sentí que todo mi cuerpo se tensaba en una alerta precisa. La seguí con la distancia justa, manteniendo un par de autos entre nosotros, cuidando cada giro, cada semáforo. Mi corazón latía con fuerza, no por miedo a ser descubierto, sino por la ansiedad que crecía como una espina bajo la piel. Sabía que algo se movía, que Clara había empezado a caminar por un terreno que no controlábamos.No tardó en llegar a su destino: el viejo edificio de Calle Lira, el refugio de Julieta. Me
El aire pesaba de una manera distinta aquella tarde, como si el silencio mismo conspirara contra mí. Cada crujido de la madera, cada zumbido apagado del refrigerador sonaba intencionado. Revisé el celular compulsivamente, una y otra vez, encontrando siempre el mismo vacío: ningún mensaje de Leonardo, ningún aviso de que el mundo seguiría girando. Solo una notificación anónima que me encogió el corazón:"Hoy te vas a enterar de la verdad."Leí esas palabras hasta sentir que se grababan en mi piel. De un movimiento brusco dejé el teléfono sobre la mesa, pero mis ojos no podían desprenderse de él. El miedo vibraba bajo mi piel como una corriente eléctrica desatada, expandiéndose hasta adormecerme los dedos.Me obligué a mantenerme ocupada: abrí la laptop, contesté correos intrascendentes, ordené papeles gastados en carpetas olvidadas. Cada gesto era torpe, mecánico. Cada suspiro una pequeña explosión contenida que no lograba aliviarme.El celular vibró de nuevo. Mi estómago se contra
LeonardoEl murmullo de la lluvia se colaba por las hendijas del ventanal, mezclándose con el tic-tac implacable del reloj de la cocina, mientras frente a mí, Clara hojeaba los papeles con movimientos tensos, casi automáticos, como si cada hoja que tocaba arrancara algo invisible de su piel, algo que yo mismo le había quitado sin siquiera darme cuenta. Desde el momento en que toqué su puerta supe que no venía a recuperar nada, que todo lo que fuimos estaba suspendido de un hilo demasiado delgado para resistirnos. Caminé hasta ella arrastrando semanas de preguntas sin respuesta, de miedo contenido, de certezas que no quería nombrar en voz alta, preguntándome si Clara era la autora del manuscrito que una tarde encontré en mi buzón, sin remitente, como un veneno cuidadosamente depositado. Al principio creí que sí, porque solo ella conocía con esa precisión la culpa que me corroía por dentro, solo ella podía nombrar con tanta brutalidad el vacío que nos habíamos dejado crecer en silencio
AlonsoLa ciudad era un hervidero de luces y estridencias esa noche, un caos vibrante que me taladraba los nervios. Desde mi auto, a dos calles del edificio de Clara, sentía el sudor pegándome la camisa a la espalda, pese a que el aire acondicionado rugía al máximo. El teléfono vibró en el asiento del copiloto, y el mensaje del guardia me golpeó como un puñetazo directo al estómago: "Leonardo entró al departamento. Hace diez minutos."Diez minutos. Diez eternos minutos de él con ella, en su espacio, respirando su aire, tal vez tocándola. La imagen se instaló en mi cabeza con la nitidez cruel de una fotografía: Leonardo, con esa maldita seguridad que nunca se permitía dudar, acercándose a Clara, susurrándole algo al oído, robándomela. Mis dedos se cerraron con fuerza sobre el volante hasta que los nudillos crujieron. No podía quedarme quieto mientras él se metía en su vida como si le perteneciera.Ella era mía. Lo había sido desde aquella primera vez en el hospital, con su mezcla de fo
ClaraFirmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico en la calle.No hubo gritos ni lágrimas. Ninguna escena que justificara lo que se estaba rompiendo entre nosotros. Solo el sonido del bolígrafo al deslizarse por el papel y el roce del documento cuando se lo pasé de vuelta al abogado. Tan sencillo como trazar una línea. Tan devastador como aceptar que ese trazo ponía fin a una historia que, por mucho tiempo, creí que era para siempre. Una historia que empezó con cartas escritas a mano y domingos bajo la lluvia, y terminó entre silencios largos y habitaciones compartidas que ya no se tocaban.Leonardo no me miró. Se mantuvo inmóvil, con los ojos clavados en la hoja, como si su firma ya hubiera sido el acto más generoso que podía ofrecerme. Vestía como siempre: camisa blanca planchada, mangas dobladas con precisión, el reloj de acero en su muñeca izquierda brillando con indiferencia. Ese reloj había sido un r