Alonso
Martina llegó puntual. Siempre lo hacía. Como si controlando el tiempo pudiera también reescribir el pasado. Su puntualidad no era cortesía, no conmigo. Era una forma de poder. De dejar claro que estaba ahí porque lo decidía, no por nostalgia ni por culpa.
Yo ya la esperaba, en la esquina más discreta del café del hospital. A esa hora no había médicos ni pacientes, solo el rumor lejano de una máquina de espresso y un par de internos arrastrándose como sombras medio dormidas. El escenario perfecto para una conversación que no debía existir. Demasiado temprano para el escándalo. Demasiado tarde para el arrepentimiento.
—¿Café? —ofrecí, sin mucha energía.
—No vine a tomar café.
Se sentó sin quitarse el abrigo. Dejó una carpeta delgada sobre la mesa. Ligera en apariencia, pero yo sentí su peso como el de una bomba dormida. La miré como se mira un cuchillo en la mesa: sabiendo que puede cortar incluso sin moverse.
—Dijiste que querías hablar —murmuré.
—Intercambio de información, lo