LeonardoEl golpe en la puerta fue como un trueno, arrancándome del frágil refugio que Clara y yo habíamos construido en esa habitación húmeda. Su cuerpo temblaba entre mis brazos, y yo lo sentí como si el miedo le atravesara la piel. La voz ronca, cargada de odio y algo más oscuro, se coló por cada rendija.—Clara, sé que estás ahí. Llegó la hora de ajustar cuentas.No necesitaba verlo. Lo supe. Ese tono, esa amenaza… Me quedé quieto, aún con la mano en su cintura. La lluvia martillaba el techo del Motel, pero ni ese ruido lograba ahogar la violencia contenida en su voz. Sentí a Clara encogerse. Se apartó de mí con la respiración rota y los ojos dilatados de terror.—Bruno… —susurró, como si decir su nombre pudiera invocar algo peor.Me miró. Y en esa mirada había tanto: miedo, culpa, secretos que no terminaba de contar. Y algo más. Como si en mí buscara no solo una salida… sino una fe que creía perdida.Mi mente se disparó, repasando la noche: la gala, la copa derramada, la huida ba
BrunoLa tormenta no cedía, y yo tampoco. El rugido de mi moto se mezclaba con el viento mientras dejaba atrás el motel, la voz de Clara —“Bruno, por favor…”— clavada en mi cabeza como un clavo oxidado. Había estado tan cerca, golpeando su puerta, sintiendo su miedo al otro lado de la madera. Pero se escaparon otra vez, como siempre, dejándome con la lluvia y la rabia. Clara, la niña perfecta que se llevó todo, seguía deslizándose entre mis dedos. No por mucho. Esta vez la encontraría, y no habría súplicas que me detuvieran.Aceleré por la Ruta 6. Los faros de un auto se desvanecían en la distancia. ¿Eran aliados de Clara? ¿Leonardo con otro truco barato? No lo sabía, y tampoco importaba. Los había rastreado antes. Los rastrearía de nuevo. Dos años viviendo en las sombras —huyendo de matones que me querían muerto por deudas de póker— me enseñaron a moverme como un fantasma. Clara podía tener su vida limpia, su herencia, su mundo de cristal. Yo tenía la calle. Y la calle no perdona, pe
ClaraEl golpe en la ventana fue como un disparo, seco y brutal, cortando el aire viciado de la habitación.—¡Clara! ¡No vas a escapar esta vez!La voz de Bruno, áspera y cargada de veneno, me atravesó como un cuchillo. Me quedé inmóvil en el centro de la pensión, el corazón golpeando tan fuerte que apenas escuché el clic de la ventana al cerrarse. Mis manos temblaban mientras apagaba la luz. A mi lado, la silueta de Leonardo era apenas una sombra tensa en la penumbra. Su mano apretaba la mía con fuerza, como si quisiera anclarme a una realidad más firme, más segura.—Estoy contigo —murmuró, y su voz, cálida incluso en la oscuridad, me sostuvo cuando el miedo amenazaba con doblarme las piernas.Pero no había nada seguro. No con mi hermano allá afuera, cazándome como si yo fuera la culpable de su ruina.—Tenemos que irnos —susurró Leonardo, más cerca esta vez, su frente rozando la mía—. No voy a dejar que te toque. Lo juro.Sus ojos brillaban con el reflejo del neón que se filtraba por
MartinaLa lluvia caía como una sentencia, un velo de agujas frías que calaba mi abrigo y enturbiaba los contornos del pueblo. Aun así, no podía apagar la furia que me ardía en el pecho. Clara y Leonardo se nos habían escurrido otra vez, desapareciendo de la pensión La Luna como humo entre dedos temblorosos. Bruno había fallado. Su rabia era como una herramienta oxidada: letal, pero inútil si no se usaba con precisión.Me apoyé en el capó aún tibio de mi auto. Sentí el calor disiparse lentamente bajo mis manos húmedas mientras miraba el letrero de neón de la pensión parpadear con desesperación bajo la tormenta. Estaban cerca. Lo sabía. No era intuición: era certeza. Una punzada eléctrica me recorría la nuca, como si pudiera oler el miedo de una presa agazapada.El teléfono vibró. Alonso. Contesté con un gesto automático, casi sin pensarlo.—¿Dónde estás? —Su voz era cortante, cargada de la misma obsesión que ambos compartíamos: él quería a Clara lejos de Leonardo, como yo quería a Leo
ClaraEl reservado del bar olía a madera vieja, cerveza derramada y sudor contenido. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas con una furia que no cedía. La lámpara sobre la mesa parpadeaba, como si supiera que algo estaba a punto de romperse. Leonardo tenía la mandíbula apretada, sus ojos saltando entre la puerta y el reloj cada dos minutos, como si esperara un disparo.—¿Crees que no se dieron cuenta de que llamamos a la policía? —pregunté en voz baja, el estómago encogido.No respondió de inmediato. Su mirada escaneaba el local, buscando algo más allá del ladrillo húmedo.—Bruno es impulsivo. Si alguien le dijo, vendrá rápido. Y no vendrá solo a mirar.Me pasé una mano por la nuca, húmeda por el calor y los nervios. Mi teléfono vibró en el bolsillo de mi chaqueta, un zumbido que me heló. Era el mismo número desconocido que me había advertido que saliéramos de la gala, diciéndome que llamara a la policía, que nos estaban siguiendo. “El Toro, ayúdennos”, solo pude susurrar cuando entr
MartinaEl auto era una jaula de cuero húmedo y furia contenida. La lluvia martillaba el parabrisas con insistencia, como si quisiera quebrarlo a fuerza de pura rabia. Desde nuestra posición, a media cuadra del bar El Toro, el letrero de neón zumbaba con un brillo herido, su luz roja y azul manchando el asfalto como un hematoma en carne viva.Alonso tamborileaba los dedos sobre el volante. Sus nudillos, tensos como alambre, delataban el temblor que su fachada de amigo leal ya no podía contener. A su lado, yo permanecía recostada, el cuchillo en mi bolso palpitando como un corazón extraño, un recordatorio de que esta vez, Leonardo no se me escaparía.—Ya están atrapados —murmuré, con una sonrisa que cortaba—. Tus hombres los cercaron en el callejón. No hay salida esta vez.Alonso me lanzó una mirada rápida. En sus ojos oscuros brillaba algo más que alivio: era hambre. Hambre por Clara, por su imagen de salvador, por ser el refugio al que ella acudiría con los ojos nublados de gratitud.
LeonardoLa luz fluorescente de la comisaría zumbaba sobre mi cabeza como un enjambre furioso. Me taladraba el cráneo. Estaba sentado en una silla de plástico duro, las manos esposadas sobre la mesa. Un corte en la ceja aún goteaba, la sangre caliente se escurría por mi mejilla. Cada sonido —el crujido de botas, el murmullo de radios, el portazo lejano de una celda— me arañaba los nervios. Pero lo que de verdad me destrozaba por dentro era no saber dónde estaba Clara.—¿Nombre completo? —preguntó el policía. Bigote gris, ojos muertos. Garabateaba sin mirarme, como si esto fuera solo otra noche más.—Leonardo Leiva San Martín —respondí. Voz ronca, la garganta seca desde el bar. Aún podía sentir el golpe de Bruno estampándose en mi mandíbula, su risa en medio del caos. Pero más nítido era el cuchillo en la mano de Clara: temblorosa, sí, pero firme. Y las sirenas. Las putas sirenas salvándonos por un pelo. Habíamos sobrevivido. Por ahora.El tipo alzó una ceja sin levantar la vista.
AlonsoEl taller era un mausoleo de máquinas rotas bajo una bombilla que parpadeaba como un pulso moribundo. La lluvia seguía golpeando el tejado de chapa, el aire viciado solo lograba acentuar mi dolor de cabeza. Estaba de pie junto a una mesa cubierta de herramientas sucias, los puños apretados, mientras Martina, apoyada contra un auto desmantelado, encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Frente a nosotros, los dos hombres que debían haber secuestrado a Clara y Leonardo —Raúl y Diego— mantenían la cabeza gacha, sus chaquetas empapadas goteando en el suelo de cemento.—Desaparezcan —ordené, mi voz cortante, apenas conteniendo la furia que me quemaba el pecho—. Salgan del pueblo. Ahora. Nada de llamadas, nada de visitas. Si alguien los ve, estamos acabados.Raúl, el más alto, asintió sin mirarme, sus manos nerviosas jugueteando con un trapo sucio. Diego murmuró algo sobre el pago, pero una mirada mía lo hizo callar. No había espacio para errores. No después de que las sirenas de