5- Entre Líneas

Clara


Llegué puntual al café, con los dedos entumecidos por el frío y el pecho ardiendo de ansiedad. El aire olía a hojas secas y a café recién molido, y por un instante —uno breve, cruel— creí que bastaría para calmarme. Pero el temblor no venía del clima. Venía de lo que estaba a punto de enfrentar... o de todo lo que ya no podía seguir negando.

Martina ya estaba ahí.

Sentada junto a la ventana, su blazer mostaza contrastaba con el gris apagado del día. Cada hebra de su cabello, cada gesto medido, incluso la manera en que cruzaba las piernas, era una declaración muda: ella no dejaba cabos sueltos.

Ella era impecable. Hecha para los pasillos del hospital. Tal vez también para él.

Me acerqué, sintiendo el estómago revuelto.

Martina alzó la vista, y me dedicó una sonrisa liviana, como quien reparte gestos sin peso.

—Clara —dijo, pronunciando mi nombre como quien dice una palabra más en una lista.

—Martina.

No hubo abrazos ni cortesías. Solo ese silencio espeso que se instala entre quienes saben que algo se ha quebrado sin remedio.

Pedí un café que intuía que no tocaría.

—¿Recibiste el manuscrito? —pregunté, apenas sentándome.

Asintió con una tranquilidad que parecía ensayada.

—Sí. Aunque no estoy segura de que lo hayamos leído con los mismos ojos.

Fruncí el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que algunos leen una historia. Otros, una confesión. Y hay quienes ven una advertencia.

Su voz era quirúrgica, desprovista de emoción. Pero bajo esa máscara, vibraba algo. Algo tenso, inasible.

—¿Y tú? ¿Qué viste? —pregunté, sintiendo la garganta más cerrada de lo que admitía.

—Un espejo —dijo Martina—. Distorsionado, sí. Pero con reflejos demasiado verdaderos para ignorarlos.

Sentí un golpe bajo las costillas. Ella siempre había tenido el control, la claridad. Quizá por eso me dolía tanto verla cerca de Leonardo. Porque se entendían de un modo que yo nunca alcancé.

—¿Crees que fue él quien lo escribió?

Martina desvió la mirada, como si temiera que sus ojos dijeran más que sus palabras, y su sonrisa fue un filo que no supe descifrar. Un instante, suficiente para sembrar la duda.

—Leonardo no tiene esa audacia. Es brillante, sí, pero no valiente. Nunca se atrevió a decir lo que sentía. Mucho menos a escribirlo.

Tomó un sorbo de su café. Yo no toqué el mío.

—Aunque —añadió, como dejándose vencer por un pensamiento incómodo— arriesgó más de lo que creí que arriesgaría. No con lo que tenía en juego.

No dijo mi nombre. No hizo falta. Lo no dicho pesaba más que cualquier palabra.

—¿Tú sabías?

—Sospechaba. Algunas cosas las vi venir. Otras me las ocultaron. Pero tú eras quien tenía todo frente a los ojos.

—Tenía una versión —dije—. La que él me dejó ver.

Martina sonrió, pero no fue un gesto amable.

—Y ahora tienes otra. Más cruda. Más sucia. Más real.

Me incliné, la voz apenas un susurro:

—¿Entonces por qué estás aquí?

Ella dejó unos billetes sobre la mesa y se puso de pie con una lentitud medida, como quien sabe que dejará algo incompleto.

—Porque sigues buscando culpables, Clara. Y a veces, el culpable no es una persona. Es una historia mal contada.

Me miró con una serenidad que me dolió más que cualquier reproche.

—El manuscrito no es un ataque —dijo—. Es una puerta. Pero recuerda: no todas las puertas deberían abrirse.

—¿Y si ya lo hice?

Su media sonrisa fue como una cicatriz.

—Entonces prepárate. Porque una vez que ves lo que hay al otro lado... ya no puedes fingir que no lo viste.

Y se fue.

Bajo la lluvia fina, intacta en su perfección inalcanzable.

Su frase me persiguió hasta casa.

"No todo lo que se oculta es mentira. A veces, es amor mal contado."

La repetía mientras lavaba una taza que no necesitaba lavar.

El manuscrito seguía guardado. Respiraba bajo la madera del cajón, como una herida aún abierta.

Hasta que no pude más.

Abrí la carpeta.

Página ochenta. Navidad.

"Ella no lloró frente a él.

Porque sabía que, si lo hacía, él iba a sostenerla.

Y no quería que la sostuviera.

Quería que la eligiera."

Cerré el manuscrito de golpe. El sonido fue seco. Brutal.

La imagen me asaltó sin piedad: Leonardo, aquella noche helada, sentado junto a mí, su mano temblando apenas antes de rozar mi nuca. Un toque suspendido. Un permiso silencioso.

Yo lo sentí. Lo supe.

Me había elegido.

Y aun así... al amanecer, todo volvió a ser normal. Fingimos.

Fingí.

Tomé el bolso y salí.

Solo había una persona que podía ayudarme a entender esto.

Alonso.

Marqué su número casi sin pensarlo.

—¿Clara? —su voz fue esa manta olvidada en el fondo de un clóset, que aún conservaba el olor de casa.

—Necesito que leas algo.

—¿Tiene que ver con Leonardo?

—Conmigo —dije—. Con todo.

Su casa me recibió como siempre: olor a té, madera crujiente, libros apilados como castillos vencidos.

Extendí el manuscrito sobre la mesa, señalando la página.

Me alejé.

Alonso leyó en silencio. Línea por línea.

Mis anotaciones en los márgenes eran cicatrices a la vista: "Demasiado preciso." "No debería saberlo."

Cuando cerró el manuscrito, lo hizo como quien cierra un féretro.

—¿No has pensado que quizá… sí fue Leonardo?

Negué, sin pensarlo.

—Él no se victimiza. Ni siquiera cuando debería.

—¿Y si alguien más sí lo ve así?

El silencio se espesó entre nosotros.

Me miró, y en su mirada había algo que no supe nombrar: compasión, miedo, o tal vez... advertencia.

—Martina dijo que lo arriesgó todo por mí. ¿Tú sabías eso?

—No —respondió.

Pero su cuerpo dudó.

Por primera vez, entendí que quizá... la historia que había creído conocer no era la única.

—¿Puedo quedarme con el manuscrito unos días? —preguntó Alonso, midiendo cada palabra como quien camina sobre hielo fino.

Asentí.

—Cuídalo —dije—. Es lo más cerca que he estado de entenderlo todo.

Me acerqué a la puerta.

—Clara… —su voz me detuvo.

Me giré.

—Ten cuidado con lo que buscas —advirtió, con una calma de plomo—.

Algunas verdades no saben quedarse quietas.

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