Alonso
El silencio en mi oficina no era la calma que precede al trabajo, sino la que se instala antes de un disparo. Sobre el escritorio, el libro En el nombre del padre descansaba como un artefacto cargado. Su título dorado brillaba bajo la luz con una arrogancia muda, casi desafiándome a abrirlo. No lo había hecho. No aún. Pero su mera presencia vibraba con una tensión latente, como si las páginas supieran demasiado.
No era un libro. Era una sentencia. Forjada para destruir a Leonardo. Para despojarlo de todo lo que alguna vez debió ser mío: la beca, el prestigio, el futuro.
Me recliné en la silla. El cuero crujió, cómplice de mi inquietud. Todo estaba en marcha. Afuera, la ciudad seguía su curso sin sospechar que ya habíamos colocado las piezas.
La señora Vargas, una paciente desesperada y fácil de convencer, ya había grabado su testimonio. Su voz temblorosa, meticulosamente ensayada, hablaba de errores médicos, omisiones fatales. Mentiras, pero mentiras con garras. Las publiqué de