Leonardo
La habitación del hospital era un cubo de paredes blancas sucias, la lluvia rugiendo contra la ventana como un eco de furia lejana. Clara estaba sentada en la camilla, el hematoma en su mejilla oscureciéndose bajo la luz pálida. El vendaje en su muñeca era un recordatorio desnudo y brutal de la noche en el bar. Yo, apoyado contra la pared, sentí el latido sordo del corte en mi ceja, la sangre seca tirando de la piel como una costura mal cerrada. Las esposas ya no estaban, pero el encierro seguía apretándome el pecho. El fiscal Altamirano había prometido volver pronto. “Declaraciones completas”, había dicho.
En esta caja de frío y silencio, solo estábamos Clara y yo, atrapados entre lo que sabíamos y lo que aún no nos habíamos atrevido a decir. Me miró. Sus ojos verde grisáceo brillaban con una determinación que me erizó la piel, como si estuviera a punto de romper algo irremediablemente frágil.
—Leonardo —dijo, su voz apenas un hilo tenso—. Tengo que contarte todo. Antes de q