Y Lía pasó de largo. Maldiciendo a sus adentros. Qué cobarde era.
Cruzó el parque y entró al supermercado. A fin de cuentas, debía fingir que iba a alguna parte, ¿no?
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Compró algunas sopas instantáneas, panes y otras cosas que podría comer esos días. Pensó en qué podría comprarle para al menos regalarle, cosas que pudiera comer con facilidad, que no necesitaran prepararse.
¿Comería salchichas? Bueno, con hambre uno come lo que sea…
Cuando Lía salió del supermercado con la bolsa pesada en sus brazos, lo primero en lo que pensó fue en que pronto volvería a caer una tormenta. Estaban en invierno, era inevitable que casi todos los días lloviera.
Mientras cruzaba el parque, trataba de idear una forma en la que pudiera ofrecerle la bolsa. “Mira, te he visto desde que te corrieron de tu departamento, sé que la estás pasando mal, bueno, al menos tienes esto para comer. Busca un refugio, va a llover pronto, no puedes quedarte ahí”. Algo así podría funcionar.
Fijó su mirada en él. Y otra vez se la quedó mirando, pero ponía cara como de “¿qué tanto me miras?” Qué incómodo. Seguro y ya lo tenía fastidiado.
Pero era inevitable no verlo. Se sentía incómoda sabiendo que él estaba sufriendo. Era humana, quería ayudarlo de alguna forma.
Con tanta tensión dentro de su cuerpo, fue inevitable que ella no notara el bordillo por no darse cuenta dónde pisaba por andar mirándolo a él y se tropezó, cayendo de bruces contra el pavimento y toda la compra se desparramó en el suelo.
—¡¿Estás bien?!
Lía, completamente aturdida, con un fuerte dolor en la barbilla y con medio labio inferior palpitándole del dolor, intentó levantarse como pudo. Unas manos la tomaron de la cintura y le ayudaron a reincorporarse. Fue ahí cuando notó un fuerte dolor en la rodilla derecha.
Se había pegado durísimo. Fue una caída demasiado dramática para un tropiezo con un bordillo. Y era una presentación increíblemente absurda la que estaba dando.
—Dios mío, ¿te encuentras bien? —Era el joven de la banca, la miraba fijamente con aquellos ojos intensos—. Te sangra la boca…
Lía llevó una mano a sus labios, pero rápidamente la apartó al sentir el maltrato con un simple roce.
Qué vergüenza. Ella intentando ayudarlo y era él quien la estaba ayudando.
¿Qué podía decirle? Ay, me caí, pero mira, te traje esto, está todo tirado en el suelo, pero recógelo, es tuyo.
Intentó agacharse para recoger la comida del suelo, sin embargo, su cadera le dijo que era mal invento.
El muchacho se agachó rápidamente y recogió toda la comida, metiéndola en la bolsa. Lía se limitó a intentar estar de pie, apoyando su peso en la pierna izquierda, así que parecía coja, con el torso torcido.
Dios mío, qué dolor. Necesitaba sentarse. Empezaba a dolerle la cabeza y el cuello. Se había pegado demasiado fuerte y era imposible fingir que no era grave.
Él se la quedó viendo, frunciendo el entrecejo. Qué vergüenza, por su rostro, debía verse terrible.
Y se ofreció a llevarle las cosas a su apartamento. Lía intentó replicar, pero le dolía tanto el cuerpo que supo que era lo más sensato. Necesitaba recostarse.
Cuando caminaron al interior del edificio, el joven se la quedaba viendo por momentos, preguntándole si estaba bien, ella le contestaba que sí, pero no le creía, pues la veía cojear, con el torso inclinado hacia la izquierda.
Lía vivía en un quinto piso. Era un departamento pequeño de dos habitaciones, sala, cocina y un espacioso balcón por el cual podía apreciar al chico del parque.
Al entrar al apartamento, se sintió derrotada. La que iba a ayudar terminó siendo ayudada.
El joven puso la bolsa sobre el mesón de mármol. Era extraño verlo ahí, en su territorio, con todo ese silencio que generaba la intimidad de su zona de confort.
Se veía sumamente alto ahora que lo podía ver mejor. Tenía un perfil de alguien que no se ve como un vagabundo (se dijo internamente que no lo era), aunque usara una camisa de mangas largas que en algún momento fue blanca y un pantalón negro sucio de barro en las botas.
Lía se sentó como pudo en un mueble azul en la sala e inmediatamente se retorció del dolor. No entendía por qué le dolía tanto la cadera si se había lastimado era la rodilla derecha.
El muchacho la quedó viendo, como preguntándose si dejarla así y marcharse.
—¿Segura que te sientes bien? Porque no parece. Es que te golpeaste fuerte.
Lía soltó un chillido de dolor y como pudo, se acomodó a medio lado, así ya no le dolía la espalda.
Lo vio observar el balcón, más preciso, el tiempo. Iba a llover. La humedad se podía sentir en el ambiente.
—Disculpa… ¿puedo pedirte un favor?
Lía se lo quedó observando con curiosidad. Por favor, que se lo preguntara él, que le pidiera ayuda. Ella le extendería la mano sin dudarlo. Que tomara la oportunidad que tenía en frente.
—Sé que no nos conocemos y esto es algo repentino —siguió diciendo el chico—, pero… ¿podrías permitirme guardar mis cosas por unos días en tu departamento?
Un silencio incómodo consumió la estancia. Y él dejó salir un largo suspiro. Era evidente que le costaba hablar.
—No son muchas cosas, se trata de unos computadores —informó—, algunos papeles… Te pagaré, te lo prometo. Es que… va a llover y no tengo dónde guardarlos.
Lía lo observaba fijamente. Tragó saliva. ¿Era más importante sus cosas que su propio bienestar? Ese chico no iba a durar mucho en la calle. No sabía pedir ayuda, le pesaba más su orgullo.
—Quédate —contestó.
—¿Qué?
—Puedes quedarte aquí —respondió Lía—. Quédate el tiempo que necesites, hasta que estés bien. —Miró el sofá—. Puedes dormir aquí. Es sofacama, es cómodo.