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Capítulo 2: La chica que mira por el balcón (parte 1)

Oliver podía sentir la mirada. Lo estaban observando desde el quinto piso. Y no sabía cuándo saldría el portero para pedirle que se marchara de la banca. Pero estaba seguro que esa chica no lo quería ahí, porque se le veía incómoda.

La reconocía, era la chica del paraguas rojo bajo la lluvia.

Tenía su recuerdo grabado en contra de su voluntad de esa tarde, cuando lo que una vez fue su vida, tocó fondo.

Ella lo vio ser esposado, se lo quedó mirando muy fijamente, demasiado fijo, como si le debiera algo. Nunca había visto a alguien ver con aquella intensidad.

Era una gran coincidencia el saber dónde vivía. Una coincidencia que no le servía de nada, porque era una desconocida. Aunque, en realidad, no existía nadie en el mundo que pudiese ayudarle en ese momento. Estaba solo.

Le dolía la espalda, la sentía entumecida. Y tenía hambre. Dios mío, sería capaz de comer de la basura en ese momento.

Pero aún le quedaba algo de dignidad dentro de sí como para ir a revisar la basura…

Si tuviera su auto, al menos podría dormir allí y no se le mojarían sus cosas.

Alzó la mirada y observó el cielo. Iba a llover pronto. Debía idear un plan. Otro plan. Uno que sirviera de verdad, que fuera contundente.

Y todos sus pensamientos se inclinaron hacia la casa de sus padres. Pero otra vez, aún le quedaba algo de dignidad. Además, ¿cómo iba a poder caminar con tantas cosas hasta el otro lado de la ciudad? ¡Eran dos horas en carretera!

Iba a llover pronto.

Y tenía demasiada hambre. Y le dolía la espalda.

Si tuviera su auto en ese momento…

La chica del quinto piso salió del edificio. Y lo estaba mirando fijamente.

Se acomodó en la banca, poniendo rígida su espalda, aunque esto le hiciera doler todos los músculos. Se estaba preparando para decirle que no se iba a mover de ahí, que era espacio público, que podía quedarse todo lo que quisiese.

Y cuando estaban a un metro de distancia, con las miradas fijas en el otro… ella pasó de largo.

Volteó a verla cruzar el parque. Entró al supermercado. Qué raro, estaba seguro de que le iba a decir algo.

Era curioso que hubiera un lugar donde podría comprar comida y no tuviera ni una moneda en ese momento en su bolsillo. Literalmente nada más debía cruzar el parque y comprar toda la comida que quisiera. En el pasado jamás se habría detenido a reflexionar qué tan cerca estaba un supermercado y toda la comida que poseía.

Moría por un filete de carne bañada en salsa de ciruelas.

A los minutos, la misma chica volvió a cruzar el parque, cargando una bolsa de compra. Y otra vez se lo quedó viendo fijamente.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué lo veía así?

Y se tropezó. Se cayó haciendo un ruido muy fuerte. Y se quedó tendida en el suelo, como una estrella de mar.

—¡¿Te encuentras bien?

Tuvo que levantarse a ayudarla. Prácticamente le tocó levantarla y por momentos temía que fuese a caerse, pues se ladeaba hacia la izquierda. Y le sangraba la boca.

Vaya, se había golpeado muy duro. Quedó toda magullada.

—Dios mío, ¿te encuentras bien? —Le volvió a reparar la boca y la barbilla—. Te sangra la boca…

No sabía si era tímida o sufría de alguna enfermedad. Pero no hablaba. Intentó agacharse para tomar sus cosas, pero no pudo, el dolor en su cuerpo se lo impedía.

Por alguna razón y en contra de su voluntad, esa chica le estaba generando lástima. Así que decidió ayudarle a recoger su comida.

Era pura comida rápida, procesados, empaquetados. Sopas instantáneas, demasiadas de ellas. Panes. Salchichas. Frijoles enlatados. Qué pésimo comía, por eso estaba tan flaca.

Le iba a tender la bolsa de la compra, pero la vio con su torso torcido y supo que debía terminar lo que había comenzado. Le echó una mirada a sus cosas, pidiéndole a Dios que nadie se las fuese a robar.

—Vives aquí, ¿no? —le preguntó—. Vamos, te ayudo a llevar tus cosas.

—No… No es necesario… —intentó negarse, pero inmediatamente aceptó.

La chica caminaba a unos pasos delante de él, así que podía verle cojear. Sí que se había pegado fuerte por andar mirándolo. Eso le pasaba por chismosa, desde la noche anterior no dejaba de verlo, se asomaba a cada hora por la ventana y se lo quedaba viendo un larguísimo tiempo.

—¿Segura que estás bien? —le preguntó mientras avanzaban al ascensor.

—Sí… solo fue… un golpe.

—Te sigue sangrando el labio.

—Sí, es que…

Dejaba las frases a medias, así que Oliver supuso que el hablar debía dolerle, por lo que decidió aguardar silencio.

Era un apartamento pequeño, pero acogedor, con cuadros llenos de colores vivos colgados en las paredes. Le llamó mucho la atención la sala, donde había una pared pintada de un verde profundo con un gran cuadro lleno de flores amarillas en medio de la nieve. Ella se sentó en un mueble azul que estaba junto a aquella pared.

Debía ser una artista. De ahí su comportamiento raro… Todos los artistas que conocía tenían un comportamiento peculiar, cada uno con sus propias manías y creencias. No se llevaba bien con los artistas. Prefería a los matemáticos, a los racionales, los que preferían usar la lógica.

Iba a llover. Olía a humedad.

Iba a perder lo único que le quedaba.

—Disculpa… ¿puedo pedirte un favor?

Tragó saliva. Iba a usar lo último de dignidad que le quedaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Le temblaban las manos. Y tenía el paladar seco.

La chica se retorcía en el mueble. Él ya había dejado la bolsa de la compra en la cocina, lo mejor era largarse de ahí. Ella era una extraña. Una extraña que le gustaba mirarlo desde su balcón, pensando quién sabe qué.

Pero ahí estaba, hablando.

—Sé que no nos conocemos y esto es algo repentino —siguió hablando, sintiéndose cada vez más mierda—, pero… ¿podrías permitirme guardar mis cosas por unos días en tu departamento?

Ella empezó a verle fijamente, con esa intensa mirada, con aquellos ojos oscuros y flequillo crispado que parecía tener vida propia.

Oliver dejó salir un largo suspiro, intentando mantener la compostura. Bien, ya había usado lo último de su dignidad, no podía rendirse.

—No son muchas cosas, se trata de unos computadores —informó—, algunos papeles… Te pagaré, te lo prometo. Es que… va a llover y no tengo dónde guardarlos.

La jovencita como pudo se sentó en el mueble, aún inclinando su torso a un lado y haciendo mala cara. Tenía sangre seca en el labio inferior.

—Quédate —contestó ella.

Oliver parpadeó dos veces. ¿Qué le había dicho?

—¿Qué? —preguntó. Había escuchado bien, pero necesitaba que se lo repitiera para poder creérselo.

—Puedes quedarte aquí —respondió la joven mientras cerraba un ojo—. Quédate el tiempo que necesites, hasta que estés bien. —Miró el sofá—. Puedes dormir aquí. Es sofacama, es cómodo.

Tenía unas ganas inmensas de desparramarse en agradecimientos y correr a buscar sus cosas. Pero sabía que debía contenerse. De algo tan bueno no podían dar tanto. Ella no lo conocía, ¿cómo podría permitirle quedarse a vivir con él?

—No es necesario, solo necesito un lugar donde guardar mis cosas —explicó—. Pero gracias por tu ofrecimiento.

Ella lo barrió de pies a cabeza, algo que le incomodó de sobremanera. En serio, ¿qué le pasaba? Parecía que era la primera vez que veía a un hombre.

—Mira, sé que te quedaste en la calle —le soltó a bocajarro, como si fuera lo más normal del mundo—. Llevas esa misma ropa como por cuatro días. Y va a llover. Y no creo que esa banca sea tan cómoda. Si tienes tres dedos de cordura, deberías aceptar. —Hizo un silencio muy dramático—. Yo por ti iría a buscar tus cosas antes de que se mojen.

Y así fue como Oliver aceptó con un movimiento de cabeza y salió a buscar sus cosas.

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