46. La madre del hijo que no pide permiso.
El silencio se instala en el santuario como un huésped obstinado que no espera invitación ni se conforma con la ausencia de ruido, un manto espeso que se enreda en los corredores y sobre los muros donde, antaño, las voces de las iniciadas danzaban con la ligereza de hojas arrastradas por el viento, y ahora apenas susurran fragmentos de himnos antiguos, temiendo quizá despertar a aquello que ya no tiene nombre, a esa presencia invisible que se desliza desde el día en que mi hijo —el niño que nadie logra contener ni nombrar por completo— se deshizo en la grieta que separa este mundo del otro, dejando tras de sí un eco que aún no sabemos escuchar. Cada piedra, cada altar, cada sombra reconoce su ausencia y, al mismo tiempo, insinúa su inminente regreso.
Aun así, en medio de este silencio cargado de presagios, sé que alguien cruza los límites del santuario, no porque vea señales visibles ni porque un augurio recitado en lengua antigua me lo advierta, sino porque las raíces de las enredade