279. No podría vender lo que ya me pertenece.
La sala de audiencias está casi vacía cuando el último consejero abandona su lugar, dejando tras de sí el eco húmedo de las voces, los perfumes mezclados y las palabras no dichas. Las cortinas pesadas del fondo aún tiemblan por la corriente nocturna que entra desde los corredores abiertos, y en el centro, bajo el techo alto que parece contener el aliento del palacio entero, quedamos él y yo.
El emisario me observa con una calma que no engaña: sus manos están cruzadas tras la espalda, pero la tensión en sus hombros revela que ha pasado el día entero conteniendo algo que ahora pugna por salir, una mezcla de deseo, miedo y poder.
Camino hacia él con la lentitud que exige una reina cuando el mundo arde afuera. Cada paso resuena en la piedra, en el silencio que nos envuelve.
—¿Y bien? —mi voz no tiembla—. ¿Qué noticias traes que justifiquen quedarte cuando los demás ya se marcharon?
Él alza la mirada, los ojos grises bajo la luz dorada de las lámparas parecen espejos donde mi rostro se fra