280. La carta que sangra.
La noche aún respira en las paredes del palacio cuando el mensajero me deja el pergamino sobre la mesa baja, sin mirarme a los ojos. El sello es rojo, pero no es cera: es una mezcla de vino y algo más espeso, como si hubiera sido firmado con el residuo de un pecado. Lo reconozco antes de romperlo. Ese trazo oblicuo, esa curva en la inicial que solo alguien muy cercano a mí habría podido imitar. Lo sostengo entre los dedos como si ardiera, y, por un instante, me quedo inmóvil, observando cómo el amanecer filtra su primer hilo dorado por las rendijas del balcón.
Leo la primera línea y siento que el aire cambia de densidad. Es una carta escrita con mi nombre, pero no dirigida a mí: es una confesión fingida, una trampa envuelta en la apariencia de un deseo. Habla de una noche —mi noche— y de un beso que nunca debió saberse, de una piel que no debía recordarse. Las palabras son precisas, demasiado íntimas, y lo más perturbador es que muchas de ellas son reales, arrancadas de mis propios su