244. El filo en la lengua.
Lo siento antes de verlo, la vibración distinta del aire cuando él entra en mis aposentos privados, como si el mármol mismo de los muros reconociera que no es un visitante cualquiera, sino un enemigo disfrazado de cortesano. El perfume amaderado que arrastra con él corta el dulzor de los inciensos que arden en las lámparas de bronce, y cuando cierro el libro que apenas estaba hojeando, mis dedos tiemblan con una anticipación que no quiero reconocer, porque sé que lo que va a ocurrir aquí no será una simple conversación, sino un duelo que se libra con palabras afiladas y con gestos que insinúan más de lo que dicen.
Él se acerca despacio, como si tuviera todo el derecho de invadir la intimidad de mi estancia, y yo me permito el lujo de no levantarme de los cojines de seda, observándolo con los ojos entornados, como una fiera que aparenta calma mientras mide la distancia exacta entre sus garras y la presa.
—Se dice en los corredores que el emisario confía demasiado en ti —susurra, dejand