Mundo ficciónIniciar sesiónLa noticia fue un día cualquiera. Lucius desapareció como siempre. Él se apartó completamente, convirtiendo la mansión en un campo de batalla silencioso.
Ya no podía más. La presión en su pecho era insoportable.
Con manos temblorosas, marcó su número.
—Lucius, debemos hablar. Tenemos que arreglar esto. No podemos estar así —dijo, su voz, un hilo de súplica en la inmensidad de su dolor.
—Bien, hablaremos. Y espero que estés lista para disculparte con tu hermana, Alba. Eso es algo que no voy a negociar.
Esa noche, lo esperó. En la sala, envuelta en la penumbra, con cada tic-tac del reloj amplificando el latido de su corazón. Pero Lucius nunca llegó.
Las náuseas eran ahora una marea alta y constante. Sabía que no estaba bien, pero el orgullo y la desesperación la empujaron a alistarse y dirigirse a la oficina. Tal vez allí, frente a él, no pudiera ignorarla.
Allí, radiante como si se alimentara de su dolor, estaba Celeste. Cuando sus miradas se encontraron, la sonrisa de Celeste se transformó en algo maquiavélico, un gesto de puro y disfrutado triunfo.
—Hermana, te ves terrible —dijo Celeste, acercándose con la elegancia de una pantera.
Alba intentó ignorarla, caminando hacia su despacho, pero Celeste fue a su lado, su voz, un susurro venenoso que solo ella podía oír.
—Alba, ¿estás enojada? No fue mi intención... Lucius se quedó conmigo anoche. Sabes bien cómo me cuida cuando tengo ese dolor en la cintura. Y ya sabes lo... apasionado que puede ser tu marido cuando se preocupa.
—Celeste, cállate —dijo, apretando los dientes con tal fuerza que le dolió la mandíbula.
—Tranquila, hermana —continuó Celeste, disfrutando cada espasmo de dolor en el rostro de Alba.
—Hablaré con Lucius. Le diré que vaya a hablar contigo. Ya verás cómo me hace caso. Siempre lo hace.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Un arrebato ciego de rabia la llevó a levantar la mano, a punto de abofetear a la fuente de todo su sufrimiento.
Pero el movimiento brusco fue el detonante. Una oleada de náuseas más poderosa que cualquier emoción la invadió. El mundo giró. En lugar de golpear a Celeste, su mano voló a su boca y corrió, tropezando, hacia el baño más cercano.
El sudor frío empapaba su frente. Intentó levantarse, agarrarse al lavabo, pero sus fuerzas, que la habían abandonado durante semanas, la traicionaron por completo. Las luces se apagaron antes de que su cabeza golpeara el frío suelo de porcelana.
La conciencia regresó a cuentagotas. El olor a antiséptico. La textura áspera de las sábanas de hospital. Parpadeó, desorientada, hasta que su vista se enfocó en las dos figuras al pie de su cama.
Lucius estaba allí, su rostro, una máscara impenetrable, pero sus puños, apretados a los lados, delataban una tensión feroz. Y a su lado, Celeste, cuya mirada ya no era de burla o falsa preocupación. Era odio. Puro, cristalino y letal.
Solo había una sospecha glacial, una herida en su orgullo de hombre que sangraba veneno.
Y entonces, lo dijo. Las palabras que atravesaron lo último que le quedaba de esperanza, más frías y cortantes que cualquier cuchillo:
—¿De quién es el hijo?
El silencio en la habitación se volvió absoluto. Para Alba, el mundo entero se redujo a esa pregunta, a la acusación que contenía. No era una nueva vida. Era una prueba más de su supuesta traición. Y supo, en ese instante, que no había vuelta atrás.
Ese niño era su esperanza, su pasaje de salida de aquella pesadilla. Finalmente, reunió el valor para escapar. Su plan era huir, criar a su hijo lejos de toda aquella locura.
Pero la fuga terminó en tragedia. Lo que debería haber sido su liberación se convirtió en una pesadilla mayor cuando el auto en el que huía sufrió un accidente. Aquel sueño de protección y amor se esfumó en un choque de metal, llevándose consigo la vida que crecía en su vientre y dejándole a ella una existencia en las sombras.
Flashback del día de la tragedia.
La lluvia caía a cántaros, azotando el parabrisas con una furia que parecía emular la que ardía en el pecho de Alba. Llevaba cuatro meses de embarazo, un milagro escondido bajo faldas holgadas y sonrisas forzadas para Lucius, quien no perdía ocasión para negar ser el padre.
Pero ya no podía más. La acusación de infidelidad, su frialdad, la constante y venenosa presencia de Celeste... cada día era una gota que colmaba su vaso.
"Luther, ya voy. Espérame, por favor", susurró en el manos libres, su voz, un temblor de pánico y esperanza. Su hermano, su faro, la esperaba en el aeropuerto con su jet privado. Él la llevaría lejos, a un lugar donde Lucius no pudiera alcanzarla. Donde su hijo pudiera nacer en paz.
Apretó el volante, su otra mano instintivamente, protegiendo la pequeña curva de su vientre. "Pronto, mi amor. Pronto estaremos a salvo", pensó, dirigiéndose a la vida que crecía en su interior.
No vio el camión que se cruzó en el semáforo, deslizándose sobre el asfalto encharcado. El impacto fue un estruendo de metal y cristal.
Mientras tanto, Mayra Treus, su amiga de la infancia y una policía que se había sentido impotente ante el dolor de Alba, vio en la tragedia una oportunidad macabra. Una joven indigente, de edad y complexión similares, había fallecido. Y Mayra, con el corazón en un puño y una lealtad feroz, actuó.
Manipuló evidencias, sustituyó muestras. Declaró a Alba muerta ante el mundo. Le dio la libertad más radical a cambio de su nombre, su pasado, su vida. Fue su acto definitivo de amor: matarla para que pudiera vivir.
Los padres de Alba, devastados, guardaron el secreto con la fuerza del hierro. Sabían que confiar en Celeste sería firmar la sentencia de su hija. Ellos también cargaron con la mentira, rezando por ella en secreto mientras lloraban para el mundo que creía haberla perdido.
Y Alba, mientras Lucius lloraba a una esposa y un hijo que creía muertos, despertó en un hospital lejano. Su hermano Luther estaba allí, su roca. Él la sacó de las sombras, la llevó lejos, la protegió. Le construyó un nuevo mundo desde cero.
Y contra todo pronóstico, contra la lógica y el destino que parecía haberla golpeado tan fuerte, Alba llevó su embarazo a término. En el exilio, lejos de todo, dio a luz a una niña. La llamó Alicia. Era su milagro, su razón para respirar de nuevo, la luz que había nacido de su noche más oscura.
Fin del Flashback
Alicia era una niña hermosa y fulgurante, un rayo de sol en la vida de Alba. Pero esa luz comenzó a apagarse cuando una enfermedad temprana y despiadada les arrebató la paz, Leucemia.
Ahora, la pequeña Alicia lucha por su vida, y cada tratamiento ha sido un callejón sin salida. Después de agotar todas las opciones, los médicos solo le han dejado una esperanza remota: necesita un trasplante de células madre, y el donante ideal, la única opción viable, es un hermano biológico de la niña.
La pequeña Alicia está en grave peligro y debe tener otro bebé.
A pesar de contar con una red de apoyo más grande y sólida, Alba no puede subestimar a Lucius. Sabe mejor que nadie lo poderoso que es y los demonios internos que lo habitan. Esta misión ya no es solo de venganza; es una carrera contra el tiempo. Debe noquearlo, tomar lo que necesita y escapar.
Pero sabe que, por más que lo planifique, cualquier error podría tener consecuencias catastróficas.
*_*
Alba, con el cuerpo aún tembloroso por la violenta intimidad y el revoltijo de sus emociones, se deslizó lentamente de la cama. Se vistió a toda prisa, cada prenda una armadura contra el dolor que la embargaba. Luego, con movimientos mecánicos, sacó una nevera portátil de debajo de la cama y procedió a guardar en su interior cada uno de los preservativos que había logrado ponerle durante aquel acto desgarrador.
Su mirada se posó sobre la figura de Lucius, ya inconsciente o demasiado agotado para moverse, y la recorrió una ola de sentimientos encontrados, un rencor corrosivo, una decepción que le partía el alma y un dolor tan antiguo como profundo.
Porque, a pesar de todo, aún lo amaba.
Ese era el núcleo de su tormento. Lo amaba. Recordaba desesperadamente al hombre que la había tratado con una ternura que creía perdida, al hombre con el que había sido tan feliz antes de que su hermana envenenara todo.Corría por los pasillos del hotel, y por el rabillo del ojo vislumbraba sombras moviéndose en los pisos superiores. Había secuestrado al CEO más poderoso de la ciudad, pero en ese momento, el miedo a ser atrapada palidecía ante la necesidad de escapar.
Tomó las escaleras de emergencia. Llegó jadeante al estacionamiento, donde la esperaba su hermano mayor Luther al volante de una furgoneta discreta.
—¡Arranca! —gritó Alba, colándose en el vehículo.
—Está hecho. Debemos congelar esto y nos vamos.







