Mayra Treus, una amiga de la infancia y una policía con un fuerte sentido de la justicia, había sido testigo impotente de la pesadilla de Alba. Aunque su amistad era inquebrantable y hacía lo posible por apoyarla, se sentía inútil. Provenía de una familia promedio y carecía del poder o la influencia necesarios para enfrentarse al círculo de riqueza y poder de Lucius Ottum. No podía sacarla de allí.
Sin embargo, la tragedia del accidente le presentó una oportunidad macabra.
Ese mismo día, una joven indigente había fallecido a causa de complicaciones en su embarazo. La mujer tenía una edad y contextura física similares a las de Alba. Fue entonces cuando Mayra actuó. Usando sus contactos dentro de la fuerza policial, manipuló la evidencia, sustituyó las muestras y logró que se emitiera una prueba de ADN falsa que confirmaba que el cadáver era el de Alba Marín. Oficialmente, Alba había muerto en ese accidente, y con ella, el hijo de Lucius. Fue el acto definitivo de lealtad: darle a su mejor amiga una nueva vida a cambio de una muerte fingida.
Los únicos cómplices dentro de la familia fueron los padres de Alba. Devastados por la verdad, guardaron el secreto con férrea determinación. Escondieron su dolor ante el mundo y, lo más crucial, se lo ocultaron a su otra hija. Sabían, con el corazón destrozado, que Celeste era una mujer intrigante y despiadada, capaz de traicionar a su hermana y de hundir a su propia familia con tal de salirse con la suya. Confiar en ella habría sido firmar la sentencia de Alba.
Mientras tanto, lejos de allí, Alba despertó en un hospital privado en el extranjero. Su hermano mayor, Luther, ya estaba a su lado. Mayra lo había contactado de inmediato después del accidente y le había revelado toda la verdad. Luther, siempre protector, no lo dudó. Movió sus influencias y, operando en la más absoluta clandestinidad, fue a buscar a su hermana y la sacó del país, alejándola para siempre del nido de víboras en el que había estado atrapada.
La realidad era que Alba no había perdido a su bebé en el accidente. Contra todo pronóstico, y como un último acto de milagro, había logrado llevar su embarazo a término. Meses después, en el exilio, daba a luz a una niña a la que llamó Alicia.
Alicia era una niña hermosa y fulgurante, un rayo de sol en la vida de Alba. Pero esa luz comenzó a apagarse cuando una enfermedad temprana y despiadada les arrebató la paz. Ahora, la pequeña Alicia lucha por su vida, y cada tratamiento ha sido un callejón sin salida. Después de agotar todas las opciones, los médicos solo le han dejado una esperanza remota: necesita un trasplante de médula ósea, y el donante ideal, la única opción viable, es el padre biológico de la niña.
La pequeña Alicia está en grave peligro y debe tener otro bebé; es la única forma de obtener las células madre que la salven. Hizo pruebas de donación con todos sus familiares y ninguno es compatible con su médula ósea. La leucemia es una amenaza letal para una niña de su edad.
A pesar de contar con una red de apoyo más grande y sólida, Alba no puede subestimar a Lucius. Sabe mejor que nadie lo poderoso que es y los demonios internos que lo habitan. Esta misión ya no es solo de venganza; es una carrera contra el tiempo. Debe noquearlo, tomar lo que necesita y escapar. Pero sabe que, por más que lo planifique, cualquier error podría tener consecuencias catastróficas. Si Lucius descubre la verdad, no solo podría negarse a ayudar, sino que podría intentar arrebatarle a su hija. Y eso es un riesgo que Alba no está dispuesta a correr. Su amada hija es lo único que le queda.
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Alba, con el cuerpo aún tembloroso por la violenta intimidad y el revoltijo de sus emociones, se deslizó lentamente de la cama. Se vistió a toda prisa, cada prenda una armadura contra el dolor que la embargaba. Luego, con movimientos mecánicos, sacó una nevera portátil de debajo de la cama y procedió a guardar en su interior cada uno de los preservativos que había logrado ponerle durante aquel acto desgarrador.
Antes de escapar sigilosamente por la puerta, se volvió una última vez. Su mirada se posó sobre la figura de Lucius, ya inconsciente o demasiado agotado para moverse, y la recorrió una ola de sentimientos encontrados, un rencor corrosivo, una decepción que le partía el alma y un dolor tan antiguo como profundo.
Porque, a pesar de todo, aún lo amaba.
Ese era el núcleo de su tormento. Lo amaba. Recordaba desesperadamente al hombre que la había tratado con una ternura que creía perdida, al hombre con el que había sido tan feliz antes de que su hermana envenenara todo. En ese momento de quietud, comprendió la verdad más devastadora: un hombre frío puede amarte con la furia de un volcán y, en un instante, odiarte con la misma intensidad abismal. Y ella había sido consumida por ambos fuegos.El corazón de Alba latía desbocado, resonando en sus oídos como un tambor de guerra. Corría por los pasillos del hotel, y por el rabillo del ojo vislumbraba sombras moviéndose en los pisos superiores. Eran hombres de Lucius, sin duda, buscándolo. Había secuestrado al CEO más poderoso de la ciudad, pero en ese momento, el miedo a ser atrapada palidecía ante la necesidad de escapar.
Tomó las escaleras de emergencia, bajando los peldaños de dos en dos con la nevera portátil abrazada contra su pecho como el tesoro más preciado. Llegó jadeante al estacionamiento, donde la esperaba su hermano mayor Luther al volante de una furgoneta discreta. Junto a él, Mayra y su prima Julieta, quien, enterada de la situación meses atrás, se había convertido en una colaboradora imprescindible.
—¡Arranca! —gritó Alba, colándose en el vehículo.
—Está hecho. Debemos congelar esto y nos vamos.