El timbre del teléfono me despertó de golpe. Me incorporé confundida, pensando que era Rosa quien llamaba a la puerta, pero no, era mi celular vibrando sobre la mesa de noche. Lo tomé con la esperanza de que fuera cualquier cosa menos él. No era Matías, pero tampoco era un número desconocido. Era de la empresa de beneficencia.
Contesté con voz apagada, aún con el cuerpo adolorido de la noche anterior. —¿Señorita Isabella? —la voz al otro lado sonaba preocupada, casi entrecortada—. Disculpe que la molestemos, pero tenemos un caso urgente. Me pasaron rápidamente los detalles: una mujer, Ana Ortiz, estaba hospitalizada en estado crítico. Había sido brutalmente golpeada y necesitaba apoyo inmediato para cubrir los gastos médicos, porque su vida pendía de un hilo. No tuve que pensarlo mucho. A pesar de mi estado, de mi cansancio, de las ganas de esconderme, algo dentro de mí me empujó a decir que sí. —Voy para allá —contesté con firmeza, aunque por dentro temblab