—¡Basta, deja de hacer escándalo!
Hugo me tapó la boca y me arrastró fuera de la oficina. Su mano me cubría la nariz y los labios con tanta fuerza que por un segundo creí que me iba a asfixiar.
Desde adentro escuché a Valeria reír ligera y decir, generosa para el público:
—Ya apareció el collar y no perdí nada. Entre colegas no pasa de ahí. Invito la merienda de la tarde para agradecerles su ayuda.
Hugo, temiendo que yo soltara nuestra historia delante de todos, me llevó a la sala de café.
—Habla. ¿Qué pretendes? Hasta para hacer un drama hay límites —se frotó el entrecejo, como si todo le causara migraña.
Yo respiraba a bocanadas. En la cara me quedaron las marcas moradas de sus dedos.
—¿Cuándo te volviste así? Por suerte Valeria fue comprensiva y te perdonó. Vas a ir a pedirle disculpas ahora mismo.
—No voy a disculparme. No hice nada. ¿Por qué tendría que admitir algo que no hice?
Lo miré frío. Él preguntaba cuándo cambié; yo también quería saber cuándo dejó de ser el hombre que creí conocer.
Valeria entró con un vaso de cartón.
—Sara, toma un poco de agua caliente y cálmate. Sé que me tienes resentimiento, pero no puedes volver a actuar así.
No tomé el vaso. Valeria, al acomodarlo, se quemó los dedos y el agua hirviendo se volcó sobre mi brazo.
—¡Ah! ¡Quema! —ella corrió al grifo con ayuda de Hugo.
Yo llevaba una blusa de gasa. El agua la empapó y me hirvió el antebrazo; el vapor me subía a la piel como si me prendieran fuego. Fui sola al baño a atenderme. En la muñeca izquierda no tardaron en salir ampollas.
Aguantando el dolor, volví a mi cubículo para recoger mis cosas. Hugo salió y me agarró de la mano.
—¡Ah! —solté. Él se quedó helado y me soltó.
—¿Estás bien? —preguntó, tieso.
Me dieron ganas de reír. La marca en mi cara era suya. La quemadura, cortesía de Valeria. Y ahora venía con esa preocupación falsa que me revolvía el estómago.
Sacudí su mano, barrí mis cosas tiradas y las lancé al basurero.
Intentó decir algo, pero solo se dio la vuelta:
—Hoy estuviste demasiado impulsiva.
Terminé de recoger el desastre y me fui directo a Monitoreo. No iba a dejar que quedara la mancha así como así.
Pedí ver las cámaras de la mañana. El encargado me detuvo: no tenía autorización.
Revisé mi cuenta interna de empleada: bloqueada y eliminada. Entendí que era obra de Hugo. Se había puesto del lado de Valeria y ya me había condenado como la ladrona.
Se me escapó una sonrisa amarga. El intocable, el “santo”, también se ciega con el amor.
Entonces recordé que esta tecnológica pertenece al Grupo Pérez. Tenía que volver a casa y ver a Adrián Pérez, el heredero.
Regresé al departamento donde viví seis años.
Empaqué todo lo que era mío. Y, de paso, saqué esta relación de mi vida como quien tira la basura.
Por la noche llegó un repartidor con una pomada para quemaduras, de las buenas. La dejé sobre la mesa y eché una última mirada a la casa vacía antes de salir.
Al día siguiente compré un boleto de regreso a Ciudad de México. Dejé entregados los pendientes y hablé con quién ocuparía mi puesto.
Al tercer día, con la maleta en la mano, crucé sola las puertas del aeropuerto. Antes de abordar, por primera vez le escribí al perfil laboral de Hugo para decirle, claro y sin vueltas, que lo nuestro había terminado.