Capítulo 4
A mediodía volví a mi puesto para empacar mis cosas.

En el escritorio tenía una miniatura de un asteroide, la que Hugo talló a mano el año que se graduó. Entonces me juró, convencido, que yo era su mundo.

Solté una risa de mí misma. Le di una última mirada y también la metí en la caja.

Justo cuando iba saliendo abrazada a la caja, Valeria entró a la oficina con gesto apurado.

—Perdón, compañeros. Parece que perdí el collar que traigo hoy. ¿Podemos hacer una revisión de rutina?

Las voces empezaron a correr de cubículo en cubículo:

—Yo lo vi cuando llegué. Ese diamante está enorme, brilla desde la puerta.

—Con todo respeto, lo dijo bonito… pero seguro alguien vio el collar y le ganó la codicia.

—¡Qué horror! ¿Entonces hay ladrones en el área? Con razón siempre se me pierden las galletas del cajón…

Hugo se quedó junto a Valeria y pidió a Seguridad que cerraran las puertas. Empezaron a revisar a cada persona.

Cuando me tocó, dejé la caja en el piso y cooperé.

Hugo notó enseguida la miniatura del asteroide arriba de todo. Se detuvo un segundo… y ordenó que voltearan mi caja.

El contenido cayó con estruendo: clinc, clonc. La miniatura se hizo trizas. Como lo nuestro: seis años sosteniéndose, y con la primera grieta, irreparable.

Los guardias hurgaban entre papeles y cables cuando Valeria se tapó la boca, fingiendo sorpresa:

—¡Mi collar!

Todas las miradas cayeron sobre mí. Detrás, los susurros me señalaban:

—¡Dios mío, Sara se robó el collar de la nueva directora! Si Hugo no hubiera bloqueado la salida, ya estaría huyendo.

—Nunca pensé que fuera así. Todo por la plaza que le quitaron.

—Qué peligro. Menos mal que ya renunció; me daría miedo compartir oficina.

Se me fue la sangre del rostro. Yo no toqué ese collar. En el rato que fui a entregar la renuncia, alguien metió mano en mis cosas.

Con la cara dura, Hugo recogió del suelo el collar de diamante rosa.

—Sara Molina—, tronó mi nombre, decepcionado.

Bajé la vista y vi su zapato sobre mis cosas, molía contra el piso los fragmentos del asteroide.

Apenas levanté la cabeza cuando me soltó una bofetada.

—Pídele perdón a Valeria. ¿Por qué te llevaste el collar que yo le regalé?

En ese instante se me murió algo por dentro.

En su mano, el collar de millones. Bajo su pie, la baratija que alguna vez me regaló a mí.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Que mis compañeros me malinterpretaran dolía, pero no dolía tanto como esa bofetada del hombre con el que pasé seis años.

¿De verdad no me cree?

Como no hablé, me arrastró hasta Valeria, como si fuera una bolsa de basura.

—Te dije que pidas perdón. Explica por qué robaste.

En los ojos de Valeria brilló un destello de satisfacción. Rápido lo cubrió con un gesto compasivo: frunció el ceño y me tendió la mano para levantarme del piso helado.

Le aparté la mano. Me puse de pie con lo último de orgullo.

Con los ojos nublados, pero la espalda recta, dije:

—Yo no tomé nada. Aquí hay cámaras. Quiero revisarlas para demostrar mi inocencia.

Y además… —la miré directo— una simple gargantilla de diamantes ni me interesa.
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