Mis papás me escucharon y se les partió el alma.
—Bien hecho —dijo mi papá con dureza—. Tenías que probar el amargo del amor para entender cuánto te cuidamos.
Pero le vi las venas tensas en el dorso de la mano y una cara de pocos amigos, como si estuviera listo para arrastrar a Hugo de las orejas.
Mamá me acarició la cabeza:
—Ya está, mi niña. En casa no hablamos de cosas feas. Es un collar de diamantes y ya. Mañana te compro varios y los vas cambiando.
El nudo en la garganta se me deshizo. Me reí llorando y dormí por fin una noche entera.
A la mañana siguiente mi celular amaneció con más de 99 llamadas perdidas de un número desconocido.
Duermo con el modo avión activado; al encender, empezó a sonar sin parar.
Contesté por curiosidad.
—¿Bueno?
La voz me golpeó conocida:
—Sara Molina, ¿piensas seguir con el circo? ¿Te mudaste del departamento? ¿Dónde estás?
—Valeria ya te perdonó. No voy a obligarte a pedir disculpas. Solo vuelve a la empresa y te asciendo: serás mi asistente.
Solté una