Ya sin ese trabajo, dejé de perder horas estudiando informática, que ni me gustaba.
Volví a lo mío: diseño de joyas. Abrí mis bocetos y mis plumillas.
Por la tarde, en el invernadero de casa, estaba dibujando cuando Adrián apareció.
Traía una tiara de perlas y diamantes. La reconocí al instante: una pieza antigua, de principios del siglo pasado, que había visto en un libro.
Me enamoró el motivo de lazo de enamorados, y las perlas, de lustre perfecto, graduadas con una transición suave, engarzadas con diamantes como lágrimas prendidas a la corona.
Me la tendió. Dije que no podía aceptarla.
—Se la encargué hace tiempo para mi prometida —contestó—. Solo vuelve a su dueña.
Al fin puse en voz alta la duda que me quemaba: el día que cumplí dieciocho, me encapriché con esa tiara… y alguien la compró antes, pagando una fortuna.
Era Adrián.
—¿Y cómo estabas tan seguro de que me iba a gustar?
Adrián sonrió y me contó: a los dieciséis, en una isla caribeña, se desvaneció a la orilla del mar; una