Capítulo 9
Ya sin ese trabajo, dejé de perder horas estudiando informática, que ni me gustaba.

Volví a lo mío: diseño de joyas. Abrí mis bocetos y mis plumillas.

Por la tarde, en el invernadero de casa, estaba dibujando cuando Adrián apareció.

Traía una tiara de perlas y diamantes. La reconocí al instante: una pieza antigua, de principios del siglo pasado, que había visto en un libro.

Me enamoró el motivo de lazo de enamorados, y las perlas, de lustre perfecto, graduadas con una transición suave, engarzadas con diamantes como lágrimas prendidas a la corona.

Me la tendió. Dije que no podía aceptarla.

—Se la encargué hace tiempo para mi prometida —contestó—. Solo vuelve a su dueña.

Al fin puse en voz alta la duda que me quemaba: el día que cumplí dieciocho, me encapriché con esa tiara… y alguien la compró antes, pagando una fortuna.

Era Adrián.

—¿Y cómo estabas tan seguro de que me iba a gustar?

Adrián sonrió y me contó: a los dieciséis, en una isla caribeña, se desvaneció a la orilla del mar; una
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