Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 5
Elza no dudó. Cuando vio los ojos de María llenos de lágrimas, la atrajo con cuidado hacia un abrazo. Un gesto simple, pero que parecía romper una barrera invisible dentro de ella. — ¿Tienes hambre? —preguntó suavemente, alejándose un poco para mirarla a los ojos. María respiró hondo y asintió. — Para ser sincera... estoy hambrienta. Parece que no he comido en días. Elza sonrió levemente, aunque sintió un apretón en el pecho. — Me lo imagino. Quizás estabas comiendo muy poco... quién sabe qué tipo de vida llevabas, ¿verdad? María bajó la mirada, como si buscara algún recuerdo entre sus pensamientos revueltos. — Yo... no sé. Solo siento un vacío. — Eso pasará, querida. Ahora, acuéstate un poco. Voy a preparar algo de comer. María le agarró el brazo con delicadeza. — ¿Puedo ir contigo? Elza la miró, sorprendida, y sonrió. — Claro que sí. Te hará bien salir de la habitación, estirar las piernas y sentir el olor de la comida en la estufa. Las dos caminaron lentamente por los pasillos de la casa grande, simple y acogedora. El suelo de madera crujía bajo los pasos ligeros de María, mientras Elza le explicaba dónde estaban, una granja cerca de la ciudad, rodeada de campos y silencio. En la cocina, el calor era acogedor. La estufa de leña estaba encendida y el aroma de pan fresco mezclado con café recién colado invadía el ambiente. María inspiró hondo, casi como si ese olor fuera un recuerdo antiguo, de un tiempo feliz que no podía alcanzar. — Siéntate allí. —Elza señaló la silla de madera cerca de la mesa—. Ya saldrá algo calentito. María obedeció en silencio, mirando a su alrededor como una niña perdida en un mundo nuevo. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía respirar. El sonido firme de las botas resonó en el suelo de la cocina, interrumpiendo por un momento el calor silencioso. María volvió el rostro hacia el sonido, y tan pronto como sus ojos se encontraron con los de él, sintió que el corazón daba un vuelco en el pecho. Era el mismo hombre. La misma mirada que vio cuando despertó, confusa, en la habitación. Pero ahora, bajo la suave luz del atardecer que entraba por la ventana, pudo ver con más nitidez: el rostro marcado por el sol y el tiempo, varonil y guapo; el sombrero gastado que cubría parcialmente su cabello oscuro y ondulado; la postura firme, típica de alguien acostumbrado a mandar. Llevaba ropa simple, aunque bien cuidada, un verdadero cowboy salido de un sueño. Alejandro se detuvo en la puerta, sin decir una palabra, solo observando a la mujer frente a él. Era como si los dos estuvieran atrapados en ese instante, ojos en los ojos, en un silencio lleno de preguntas y curiosidad. María desvió la mirada por un breve segundo y, en su mente nublada, destellos de un pasado perdido intentaban tomar forma. Cuando sus padres le dijeron que tendría un pretendiente, soñó con un amor de cuento de hadas. Imaginó una linda casa a orillas de un lago, un marido que la llamara "cariño" y la hiciera reír sin motivo... Pero ahora, ni siquiera recordaba si realmente se había casado. Elza, al notar el clima silencioso, se apresuró a romper el hielo. — Señor Alejandro... —dijo, limpiándose las manos en el delantal—. Esta es María. Alejandro dio un paso al frente, se quitó el sombrero con un gesto respetuoso y asintió con la cabeza. — Mucho gusto, María. Me alegra que esté mejor. María intentó sonreír, pero había una extraña mezcla de vergüenza y gratitud en su pecho. — Gracias... por todo. No sé qué pasó, ni dónde estoy, pero... me siento segura aquí. — Está en buenas manos —respondió él con voz grave y firme—. Elza la cuidará como una madre. Elza sonrió de lado, satisfecha. — Ahora siéntese, señor. Ya está casi todo listo. Alejandro arrastró una silla y se sentó al otro lado de la mesa, todavía observando a María con esa mirada que parecía atravesar el alma. María bajó los ojos, sintiendo un calor diferente en sus mejillas. Por primera vez desde que había abierto los ojos, sentía algo vivo dentro de sí. Algo que no podía explicar. Alejandro sintió un escalofrío sutil recorrer su espina dorsal tan pronto como María se sentó más cerca. Era como si el aire a su alrededor cambiara de densidad, como si el tiempo disminuyera su ritmo solo para permitirle observarla mejor. Miró otra vez su rostro. Sus ojos tenían un brillo extraño... casi familiar. Una inquietud nació en su pecho. ¿La había visto antes? ¿Pero dónde? — Aquí está el café, señor —dijo Elza, interrumpiendo sus pensamientos al colocar la bandeja sobre la mesa. Sin pensarlo dos veces, Alejandro cogió su taza favorita, una antigua, de porcelana con detalles azules en los bordes, y se la tendió a María. — Tome. Este es el mejor café de la casa —dijo él, con una pequeña sonrisa en la comisura de los labios. María miró la taza como si fuera una joya rara, y luego a él, un tanto sorprendida. Se dio cuenta de que era un objeto personal suyo que estaba dispuesto a compartir con ella. — ¿Está seguro? Parece ser su favorita... puedo usar otra. — Quiero que se sienta cómoda —respondió él, con un gesto tranquilo de cabeza—. Considérelo un gesto de bienvenida. Ella cogió la taza con delicadeza, como si sostuviera algo precioso. La llevó a los labios y cerró los ojos al sentir el sabor caliente y fuerte del café. Suspiró. ¿Cuánto tiempo hacía que no sentía algo tan simple y reconfortante? Alejandro no le quitaba los ojos de encima. Y cuanto más la miraba, más crecía la sensación dentro de él... como un recuerdo olvidado a punto de emerger. Quizás era solo cosa de su cabeza. O quizás el destino estaba solo empezando a tejer los hilos de una historia mucho más grande de lo que él podría imaginar. Mientras María llevaba la taza a los labios una vez más, Alejandro desvió la mirada de su rostro por un instante y fue entonces cuando la vio. Sus ojos se posaron en los dedos delicados que sostenían la porcelana con suavidad. Más específicamente, en el dedo anular de la mano izquierda. Allí, bien visible, estaba una marca pálida, casi imperceptible para alguien despistado, pero no para él. Una franja blanca que contrastaba con el resto de la piel, como la sombra de algo que había estado allí durante mucho tiempo. ¿Una alianza? Alejandro frunció levemente el ceño. Era posible. Esa marca solo surgía con el uso prolongado, y él lo conocía bien, después de todo, había llevado la suya durante años, hasta que la vida lo convirtiera de nuevo en un hombre solo. ¿Estaría casada? ¿O... divorciada? ¿Viuda? ¿Se habría quitado la alianza recientemente? Se esforzó por no parecer invasivo, pero ese pequeño detalle ahora latía en su mente como un signo de interrogación vivo. María notó el silencio repentino, alzó la vista y lo vio con el semblante pensativo, observando sus manos. — ¿Está todo bien? —preguntó ella, con un leve tono de curiosidad. Alejandro rápidamente lo disimuló, forzando una media sonrisa. — Sí, todo bien. Solo... estaba pensando. Pareces alguien que ha enfrentado muchas cosas. Ella desvió la mirada, contemplando el vapor de la taza. — A veces, yo también lo creo... aunque no recuerde todo. El silencio se instaló de nuevo, esta vez más íntimo.






