Capítulo 2

Capítulo 2

El reloj de la cocina marcaba casi las ocho de la mañana cuando Geraldo abrió los ojos, refunfuñando. El hombre de mediana edad se desperezó lentamente, rascándose la enorme barriga y yendo directo a la cocina, como hacía todas las mañanas. Estaba de mal humor, como siempre, pero esperaba encontrar el café caliente sobre la mesa.

Al acercarse al termo y verter el líquido en la taza desportillada que usaba desde hacía años, frunció el ceño. Llevó la bebida a la boca, pero la escupió al aire.

—¡Pero qué porquería es esta! —gruñó, arrojando la taza con fuerza al fregadero. —¡Está helado! ¡Esa inútil!

Miró a su alrededor y no vio señal de su esposa. Molesto, alzó aún más el tono de voz:

—¡María! ¡Oye, María! ¡Ven a hacer otro café, mujer!

Nada. Ninguna respuesta.

Fue en ese momento cuando su hija menor apareció en el pasillo, el cabello despeinado y los ojos aún hinchados de sueño.

—Aff, papá… ¿Qué es tanto gritar tan temprano?

—¿Gritos? ¡Gritos es lo que esta casa va a oír cuando aparezca María! —replicó él, pasándose las manos por el escaso cabello, impaciente. —¡Salió y ni siquiera avisó! El café está frío, los platos están sucios. ¡Esto es una pocilga!

La chica puso los ojos en blanco, cogió un plátano del frutero y fue a sentarse en el sofá, como si fuera solo un día más.

—¿Vas a salir así? —preguntó ella, desinteresada.

—¡Claro! ¡No tengo tiempo para esto! —refunfuñó, cogiendo ya la cartera y las llaves del coche. —Cuando esa mujer aparezca, llámame al trabajo. Quiero decirle cuatro cosas bien claras. ¡Esta tontería se acaba hoy!

Geraldo salió de la casa refunfuñando, todavía resoplando de rabia. Caminó hasta el coche con pasos pesados, quejándose del sol que ardía como el infierno.

Al abrir la puerta, soltó un gemido de impaciencia al intentar acomodarse en el asiento del conductor. Su prominente barriga, resultado de años de cerveza y sedentarismo, dificultaba cualquier movimiento simple.

—¡Maldita sea! —gruñó, apretando los dientes. —¡Esta mujer ha movido el asiento otra vez!

Tiró de la palanca con fuerza y arrastró el asiento hacia atrás, soltando otro suspiro cansado. Cuando finalmente logró acomodarse, una oleada de olor fuerte le golpeó la nariz.

Frunció el ceño, desconfiado, y se llevó el brazo a la cara. Al inspirar, hizo una mueca de asco.

—Qué m****a… ¡soy yo! —dijo, murmurando, con asco de su propia condición. Llevaba tres días sin ducharse.

Sin perder más tiempo, abrió la guantera y cogió un frasco de perfume barato, de esos con olor fuerte y empalagoso. Se lo echó generosamente en el cuello, en el pecho e incluso bajo los brazos, intentando enmascarar el olor que se aferraba a su piel.

—¡Listo! Mejor que nada —refunfuñó, arrojando el frasco de nuevo a la guantera.

Encendió el coche y salió a gran velocidad. Tenía que estar en el trabajo a las nueve y ya llegaba tarde. Pero, como siempre, la culpa era de María.

Geraldo llegó al trabajo resoplando, todavía con el olor empalagoso del perfume barato mezclado con el sudor impregnado en su ropa. Miró el reloj en el salpicadero del coche: 9:30. Frunció el ceño.

—Hasta ahora esa chica no me ha llamado… —refunfuñó, impaciente. —Esa mujer todavía no ha vuelto a casa. Cuando vuelva… va a recibir una paliza, eso seguro.

Bajó del coche lentamente, arreglando la camisa arrugada sobre su prominente barriga. Apenas había dado dos pasos cuando oyó una voz áspera cortando el aire.

—¡Llega tarde, Geraldo!

Se detuvo al instante. Reconoció el tono seco de su jefe incluso antes de volverse.

Tragó saliva y se giró lentamente. El jefe estaba con los brazos cruzados en la puerta del taller, con el semblante serio y la mirada dura.

—Lo siento, don Mauro… —intentó justificar, forzando una sonrisa falsa. —Tuve unos problemas en casa…

—¿Problemas en casa? ¡Eso ya se ha vuelto rutina! —replicó el jefe. —Ya son tres días llegando tarde, Geraldo. ¿Y hoy, media hora?

Geraldo se encogió de hombros, desconcertado. No tenía más excusas preparadas.

—No se repetirá, don Mauro, se lo juro…

—Eso espero. Porque si se repite, puede ir a jurarlo a la cola del paro. ¡Ahora ande, vaya a trabajar!

Sin poder replicar, Geraldo bajó la cabeza y entró, mascando la rabia por dentro. El día apenas había comenzado, y todo parecía salir mal. Pero en su mente, solo una cosa martilleaba: cuando María volviera, él "ajustaría cuentas".

***

Mientras tanto, Alexandre caminaba con pasos firmes, cargando a la desconocida en sus brazos con todo cuidado. No sabía exactamente por qué la llevaba a su propia habitación, pero algo dentro de él le decía que era lo correcto.

Al empujar la puerta, el ambiente simple y acogedor se abrió ante él. Con delicadeza, acostó a la mujer inconsciente sobre la cama arreglada. Por un instante, se quedó allí, observando su rostro abatido. Había algo en aquella mujer que lo conmovía, tal vez la fragilidad, tal vez las heridas visibles o, quizás, las invisibles.

Llamó a Elza, que pronto apareció.

—Elza, cuide de ella. Por favor.

La mujer mayor asintió con una mirada comprensiva.

—Puede quedarse tranquilo, señor. La limpiaré y le cambiaré esa ropa.

Alexandre fue al armario y sacó una de sus propias camisetas, entregándosela a Elza.

—Use esto, por ahora.

—Le vendrá bien. Pero creo que mejor pedir un vestido… Alice, mi sobrina, tiene el mismo físico que ella. Puedo hablar con ella.

—Hágalo. —Alexandre asintió con un leve movimiento de cabeza. —Cualquier cosa, llámeme. Estaré en el establo.

Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió, como si necesitara respirar lejos de todo aquello por un momento. Su corazón, tan acostumbrado a la soledad y al silencio de las tierras que comandaba, latía ahora en un ritmo diferente, inquieto, atento. Como si aquella mujer misteriosa hubiera traído consigo algo más que solo su propio cuerpo herido.

***

Mientras tanto, la hija de Geraldo se desperezaba en el sofá, el control remoto girando perezosamente en su mano. Saltaba de canal en canal, aburrida, hasta que se detuvo al ver la sintonía de un telediario. La imagen en vivo mostraba el escenario de un accidente: un autobús volcado al borde de la carretera, rodeado de bomberos, humo y escombros esparcidos por todas partes.

La reportera hablaba de la tragedia, pero fue una imagen rápida, en una esquina de la pantalla, lo que hizo que su corazón se acelerara. Entre trozos de metal y bolsas rotas, había un bolso marrón tirado en el suelo. Aquel bolso. Lo reconocería en cualquier lugar. Era de María.

Abrió los ojos de par en par, el control remoto cayó sobre la alfombra. Cogió el móvil y marcó el número de su padre con dedos temblorosos.

—¿Papá?

La respuesta llegó seca, impaciente.

—¡Habla rápido, niña! ¡Estoy en medio del trabajo, no puedo ponerme a hablar!

—¡Es en serio! —tragó saliva. —Acabo de ver en las noticias… María… ¡ella estaba en ese autobús que chocó! Mostraron su bolso… y… y la reportera dijo que no hubo supervivientes.

Al otro lado de la línea, silencio por un segundo. Después, la voz de Geraldo llegó cargada de irritación, no de dolor.

—¿Cómo dices?

—María, papá… ella…

—¡Maldita sea! —refunfuñó. —¿Y ahora, quién va a lavar la ropa, limpiar la casa, hacer mi comida?

Ella guardó silencio.

—Avísame si sale algo más. Tengo que trabajar —dijo él, colgando sin esperar respuesta.

En la cabeza de Geraldo, el luto aún no tenía sentido. Para él, la pérdida de María no era una tragedia… era un inconveniente.

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