Aimunan
El aire en la pista de aterrizaje rural en Nepal no era tan frío como lo había sido el último mes, pero seguía siendo cortante. Me abracé a mí misma, sintiendo el peso de la tierra húmeda en mis botas. Seis meses se habían esfumado. Seis meses de hierbas medicinales, de escaladas peligrosas, de negociaciones tensas y de la presión constante de saber que el futuro de la AMASF dependía de ese pequeño grupo en el Himalaya.
Arjun estaba a mi lado, su sonrisa era la calma que el caos nos había negado.
—Lo hicimos, Munan —dijo, ofreciéndome la palma de su mano. La estreché con una firmeza que no era de colega, sino de compañera de guerra.
—Lo hicimos, Arjun. Ahora, es tiempo de descansar.
Mi corazón no sentía la paz del éxito, sino el ansia desesperada de reclamar mi humanidad. Había liquidado los últimos activos, me había despedido del equipo con la promesa de silencio absoluto y había subido al pequeño avión fletado. No volaba a Seúl para entregar el informe, sino a