Un silencio aturdidor cayó sobre la sala, roto solo por los jadeos entrecortados de los nobles. Un escalofrío colectivo recorrió la estancia. Algunos, pálidos y temblorosos, comenzaron a arrastrarse hacia las salidas, susurrando oraciones incoherentes. Otros se quedaron clavados en el sitio, sus ojos fijos en el círculo de runas incandescentes, incapaces de procesar la imagen de Elandor, el traidor invencible, ahora atrapado y humillado por dos jóvenes magos. La incredulidad se mezclaba con un miedo latente, un terror que aún no se disipaba por completo.

Finalmente, el último resplandor del hechizo se desvaneció, dejando a Elandor completamente encerrado dentro de la barrera mágica. Su rugido furioso resonó en la sala, un sonido gutural que era más propio de una bestia herida que de un hombre. Se lanzó contra las paredes invisibles, sus manos golpeando el aire con furia impotente, su magia rebotando inútilmente contra el sello ancestral.