Capítulo 02

Las hadas se despidieron con un tintineo suave y desaparecieron entre los árboles. Elandor me miró y, por primera vez, vi un destello de nerviosismo en sus ojos.

—¿Confías en mí? —preguntó, su voz apenas un susurro.

Lo miré a los ojos, sintiendo el vértigo de lo desconocido.

—Sí —dije, con una sonrisa temblorosa—. Confío en ti.

Juntos seguimos el sendero de luz azul, que serpenteaba entre raíces y helechos. Cada paso nos acercaba más al mundo desconocido, y mi corazón latía con fuerza, entrelazando emoción y temor.

Sabía que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre. Pero, por primera vez, no tenía miedo. Tenía esperanza.

Tras días de viaje, el sendero de luz azul los condujo fuera del Bosque Estrella Caída. Astrid Lunaris, la tercera princesa hada, sintió en su piel el cambio del aire: ya no era el susurro mágico de las hojas, sino el bullicio y la vida del mundo humano. Junto a Elandor Dravenor, el segundo príncipe, cruzaron los campos dorados y las aldeas bulliciosas hasta que, finalmente, las torres del palacio de Eldamar se alzaron ante sus ojos.

Astrid se quedó sin aliento. El palacio era majestuoso, de piedra blanca y techos de cobre que brillaban bajo el sol. Los jardines rebosaban de flores desconocidas, y fuentes de agua clara salpicaban melodías en el aire.

—Nunca… nunca imaginé que el mundo humano fuera tan… tan vibrante, tan lleno de vida —susurró Astrid, con los ojos muy abiertos, casi hipnotizada por la visión. Su mano se posó sobre su pecho, como si intentara contener la explosión de asombro que sentía—. No es la magia etérea de nuestro hogar, pero es… es asombrosamente hermoso.

Elandor la observó, y una sonrisa se dibujó en sus labios, una que no alcanzaba del todo sus ojos. —Y esto, Astrid —dijo, extendiendo una mano en un gesto grandioso que abarcaba el horizonte—, es apenas el umbral. Aquí, en Eldamar, todo es posible. Los sueños, los imperios… y las alianzas. Su voz era suave, casi hipnótica, pero había una nota de cálculo que Astrid, en su inocencia, no percibió.

El recibimiento fue solemne. La emperatriz los observó con una mezcla de recelo y curiosidad, pero al ver la belleza y la nobleza de Astrid, comprendió el valor de una alianza. Pronto, se organizó un compromiso entre los dos jóvenes. Astrid, aún ingenua y esperanzada, aceptó, creyendo que el amor y la paz florecerían entre ambos reinos.

Pasaron los años. Elandor, gracias a su unión con Astrid, ascendió al trono tras la muerte de su hermano mayor. Se convirtió en rey, pero su corazón nunca perteneció a Astrid. Ella, por su parte, se dedicó a aprender las costumbres humanas, a cuidar de los jardines y a observar la luna desde la torre más alta, añorando su hogar.

Una noche, cuando Astrid tenía ya tres años en el palacio, Elandor fue a verla con una copa de vino.

—Astrid, mi querida —su voz sonaba extrañamente hueca en el silencio de la habitación, y sus ojos esquivaban los de ella mientras le tendía la copa—, ven, brinda conmigo. Hoy es un día para celebrar. ¡Mi coronación!

Astrid bebió, sin sospechar nada. Poco después, el mundo se volvió borroso y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó, se encontraba en una habitación desconocida, con un dolor punzante en el cuerpo y la sensación desgarradora de haber sido traicionada.

Los meses pasaron y Astrid descubrió que estaba embarazada. La noticia la llenó de confusión y temor, pero Elandor la felicitó fríamente.

—Un heredero —Elandor masculló, su voz desprovista de cualquier calidez, como si hablara de un objeto, no de una vida. Ni siquiera la miró—. Es lo que el reino necesita. Asegura la línea. Nada más. La frialdad de sus palabras fue como una bofetada helada en el rostro de Astrid, que ya se sentía un nudo de miedo y confusión.

Al quinto mes de embarazo, Astrid encontró a Elandor en los jardines, abrazando y besando a otra mujer: la dama Serina, su verdadero amor. El corazón de Astrid se rompió en mil pedazos. El aire se le escapó de los pulmones. Sus manos, instintivamente, se aferraron a su vientre, como si intentaran proteger lo que llevaba dentro de la inminente catástrofe.

—Elandor… —Su voz era un hilo roto, apenas un susurro que se ahogaba en su propia garganta—. ¿Por qué… por qué me has hecho esto? Las lágrimas, calientes y amargas, se derramaron sin control por sus mejillas, emborronando la imagen de la traición ante sus ojos.

Serina, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, se apartó bruscamente de Elandor, como si la presencia de Astrid la hubiera quemado. Se acercó a ella, sus manos temblaban, la mirada llena de una compasión teñida de horror.

—Astrid… por favor, escúchame. Tienes que saberlo todo. —Su voz era apenas un murmullo, ahogada por la culpa—. Elandor… él nunca te amó. Jamás. Eras solo un medio. Necesitaba un heredero para el trono, para asegurar su posición. —Se mordió el labio, las palabras siguientes pareciendo asfixiarla—. Fue él… él te drogó y te dejó a la merced de un… de un desconocido. Para que quedaras embarazada. Lo siento, Astrid… lo siento tanto.

Serina bajó la mirada, incapaz de sostener la mirada de la princesa, mientras el mundo de Astrid se resquebrajaba en un millón de pedazos. La verdad era un puñal que se clavaba una y otra vez en su alma.

Un dolor insoportable se apoderó de Astrid. De repente, sintió una patada brutal en el vientre. Cayó al suelo, retorciéndose de dolor, un grito ahogado atrapado en su garganta. La desesperación la consumió. Con lágrimas en los ojos, que ahora no eran solo de pena, sino de un horror absoluto, se mordió la lengua con fuerza, buscando el final a su sufrimiento.

La oscuridad la envolvió, pero en el último instante, una luz plateada la rodeó. Sintió que caía, pero esta vez no era el abismo, sino un remolino de recuerdos y magia.

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