Me di la vuelta abruptamente, el eco de mi propia voz gritando aún resonando en mis oídos. Entré al castillo y subí a mis aposentos, el corazón martilleando contra mis costillas. Era tan cruel, tan hiriente escuchar aquello; que no sabía lo que sufría mi pueblo, cómo podía Ryke insinuar que yo ignoraba lo que pasaba en la frontera. ¿Cómo se suponía que no sabría lo que acontecía en mi propio país, en mi propio reino? Era algo estúpido. Odiaba y Ryke. Lo odiaba con todas mis fuerzas, con cada fibra de mi ser.
Me tiré en la cama con un suspiro pesado, mis músculos tensos. Cambié mi ropa por un camisón suave y tratado de dormir, pero mi cabeza seguía dando una y mil vueltas, reviviendo cada palabra, cada mirada de desdén. Casi no pude conciliar el sueño, y cuando por fin lo hice, ya faltaban apenas dos horas para el amanecer. Dormí a trompicones, y al despertar, con la primera luz del alba asomándose por la ventana, me sumergí en una ducha larga. Primero, con agua perfumada con rosas frescas que calmaban mis sentidos, luego otra ducha con mis aceites aromatizantes favoritos. Para finalizar, un baño de perfume, envolviéndome en una fragancia que esperaba disipar el hedor de la confrontación.
Salí del baño y me vestí con un traje de equitación de un profundo color verde bosque, que extrañamente, combinaba con mis ojos. Siempre me había parecido curioso. Era la única en mi familia con la piel morena, un legado de alguna ancestra lejana del sur, y ojos verdes, un rasgo aún más inusual. “Mi esmeralda”, solía decirme mi madre, tocando con dulzura el tono singular de mi iris. Una contradicción viviente en un linaje de cabellos rubios y ojos azules.
Después de haberme vestido con aquel traje tan hermoso y funcional, salí de mi habitación y me dirigí al ala del castillo donde se encontraba la habitación de mi padre. El miedo se aferró a mí como una sombra. Allí estaba él, postrado en aquella cama inmensa, un rey, mi padre, reducido a una figura frágil y vulnerable. Me dolía verle así, el temor de que le pasara algo, que muriera o simplemente no volviera a despertar, era una losa en mi pecho.
Al entrar, el silencio de la habitación solo era roto por el suave murmullo de mi madre, la Reina Consorte, que estaba sentada junto al lecho, sosteniendo la mano de mi padre con una ternura infinita, sus ojos hinchados por el llanto. El aire estaba cargado de una tristeza palpable, y un tenue aroma a hierbas medicinales.
__Amaris, querida__murmuró mi madre, levantando la vista, su voz apenas un susurro__Has venido__Me acerqué a la cama, mi corazón apesadumbrado. Tomé la otra mano de mi padre, sintiendo la debilidad de su pulso.
En ese momento, la puerta se abrió de nuevo y mi abuela, la Reina Madre Leticia, entró, su figura imponente eclipsando la luz del pasillo. Su mirada, tan aguda como siempre, se posó en mí, luego en mi madre, y finalmente en el Rey. Había una mezcla de preocupación genuina y la inquebrantable determinación que la caracterizaba.
__¿Cómo sigue el Rey?__preguntó, aunque su tono ya anticipaba la triste respuesta.
Mi madre negó con la cabeza, una lágrima silenciosa rodando por su mejilla.
__Débil, Leticia. Muy débil.
La Reina Madre susspiró, un sonido pesado que resonó en el silencio. Luego, su mirada se fijó en mí con una intensidad que me hizo enderezar la espalda.
__Amaris__comenzó, su voz más suave de lo habitual, lo cual era casi más perturbador que sus gritos__Sé que la situación es... difícil. Y sé que esta mañana hubo un... altercado en el jardín.
Un nudo se forma en mi estómago. No era necesario que lo mencionara.
__Pero debemos recordar que el deber de la corona es sagrado__ continuó mi abuela, acercándose a mí__Más ahora que nunca. El príncipe Lysander llegará en unas horas, y nuestra demostración de unidad y fortaleza es vital. No podemos permitir que la fachada de Astara se resquebraje__ Su mano se posó suavemente en mi mejilla, un gesto raro y casi reconfortante__Tu padre siempre creyó en ti, Amaris. Y yo también, a mi manera. Es hora de que demuestres la mujer que eres, la reina que estás destinada a ser.
Justo entonces, un golpecito discreto resonó en la puerta. Ryke De Nyx entró, impecable en su uniforme, aunque pude jurar que el musgo de su cota de malla había sido reemplazado por un lustre aún más brillante. Se detuvo en el umbral, su presencia llenando el espacio con una tensión diferente, una mezcla de fuerza y rigidez.
__Reina Madre__ dijo, con una inclinación de cabeza respetuosa. Su mirada, por un instante, se posó en mí, y pude detectar un destello indescifrable en sus ojos oscuros.
La Reina Madre Leticia lo miró, una idea formándose en su mente.
__Capitán De Nyx__dijo, su voz recuperando parte de su firmeza habitual__Me complace verlo. Con la situación actual del Rey y la inminente llegada de nuestro invitado, la seguridad de la Princesa Amaris es primordial. De ahora en adelante, y hasta nuevo aviso, usted será su sombra. No se alejará de ella. Asegurará su protección y la representará ante el Príncipe Lysander, demostrando la inquebrantable fortaleza de nuestra Guardia Real. La Princesa necesita a alguien que vele por su bienestar y su... reputación.
Mis ojos se abrieron de par en par. ¿Ser su sombra? ¿Él, el Capitán De Nyx, mi protector constante? La sangre me hirvió, pero me contuve. Ryke, por su parte, se mantuvo impasible, aunque pude ver la ligera contracción de su mandíbula. Su mirada se encontró con la mía, y en ella no había sorpresa, solo la resignación de un hombre que entiende el deber, por ingrato que sea.
__Como usted ordene, Reina Madre__ respondió Ryke, con una voz que no revelaba emoción alguna.
Mi abuela ascendió, satisfecha.
__Bien. Ahora, la Princesa y usted, Capitán, deben prepararse para recibir a nuestro invitado. La dignidad de Astara depende de ello.
Mi madre, que había permanecido en silencio, me miró con una mezcla de tristeza y una profunda comprensión. Yo sabía que ella entendía el tormento que la cercanía forzada de Ryke me causaría. La Reina Madre, sin embargo, ya estaba girando sobre sus talones, con la misión de asegurar la supervivencia del reino en su mente. Y yo, la esmeralda de Astara, me quedaba con la amarga certeza de que mi día, y quizás mi futuro, estaría irrevocablemente ligado al hombre que más detestaba en el mundo. El juego había comenzado, y las piezas, ahora, estaban dispuestas de una manera que jamás habría imaginado.