El reloj marcaba las siete y media cuando finalmente cerré la galería. Había sido uno de esos días interminables en los que todo parece conspirar para agotarte: clientes indecisos, una entrega retrasada de marcos personalizados y la llamada de un artista anunciando que no podría entregar sus obras para la exposición de la próxima semana. Para cuando giré el cartel de "Cerrado" y bajé las persianas metálicas, sentía cada músculo de mi cuerpo protestando por el cansancio.
El trayecto a casa fue un borrón de luces y sombras. La radio sonaba bajito, una melodía que reconocí vagamente como una de esas canciones que Thomas y yo bailábamos en su apartamento, con las ventanas abiertas y el viento de verano acariciándonos la piel. Cambié de emisora inmediatamente, como si la música pudiera quemarme.
Aparqué frente a mi casa y me quedé un momento en el coche, observando la luz cálida que se filtraba a través de las cortinas del salón. Thomas había recogido a Emma de la escuela hoy. Habíamos est