Mateo
Desperté con el corazón acelerado y la garganta seca.
El aire en la bodega era denso, húmedo.
El murmullo del mar contra la madera era constante, pero esa noche… había algo más.
Una tensión en el pecho. Una sensación fría, como si hubiera soñado con el fin de algo y no pudiera recordarlo.
Llevé una mano a los labios.
Aún los sentía… tibios.
Como si el beso no hubiera sido una ilusión creada por mi mente.
Como si su boca siguiera ahí, tocando la mía en otra capa del mundo.
—Lázaro —murmuró Hugo, medio dormido, a mi lado—. ¿Otra pesadilla?
—No… no lo sé.
Me senté despacio, apoyando los pies en el suelo húmedo.
El balanceo del barco me recordaba que todavía estábamos en el mar. Aunque ya no había olor intenso a salitre.
El aire empezaba a llenarse de calor, de vegetación, de vida que no conocíamos.
Sentí dentro de mí como si algo se hubiera abierto.
No roto.
Abierto.
Expuesto.
Y al mismo tiempo, algo en el universo se había torcido.
Como si mi cuerpo hubiese cruzado una lín