El último día en Italia estuvo lleno de despedidas. Despedida de la villa, con sus frescos en el techo y ventanas que enmarcaban vistas de postal. Despedida de Lucia, que me abrazó como si fuera familia de toda la vida, susurrándome bendiciones en italiano y entregándome un pequeño paquete que contenía, descubrí después, un conjunto de especias de la Toscana "para cuando extrañes esto". Despedida de Bianca, que prometió visitarme en Argentina pronto.
Sobre todo, despedida de la versión de nosotros mismos que habíamos sido aquí.
Porque ahora el tiempo se acababa. La realidad se acercaba, implacable como las nubes de tormenta que oscurecían el horizonte durante nuestro viaje al aeropuerto de Florencia.
—¿Crees que Lucia va a estar bien? —pregunté, tratando de llenar el silencio que se había instalado entre nosotros desde la conversación de anoche—. Se veía tan emocionada cuando nos despedimos.
—Lucia siempre ha sido emotiva —respondió Christian, los ojos fijos en la carretera—. Pero