Escape a la deuda

POV Karina

El frío de la madrugada de Nueva York se coló por las finas rendijas de mi chaqueta, erizándome la piel. Eran las tres de la mañana. El turno en El "Refugio" acababa de terminar y caminaba a casa, arrastrando los pies por la acera húmeda. El olor a cerveza barata y cigarrillo se adhería a mi ropa, una prueba persistente de las ocho horas de sonrisas forzadas y propinas míseras. Cada paso era una victoria ganada al agotamiento.

​Saqué el teléfono. No para mirar las redes sociales o mensajes de amigos; hacía mucho que había renunciado a la frivolidad de la vida social. Lo hice para revisar mi cuenta bancaria. Cero. El último cheque lo había usado para pagar los intereses abusivos de la deuda del mes pasado. El agujero financiero que mi padre había cavado con sus apuestas y su estupidez era más grande que nunca, tan vasto que se había tragado no solo mis ahorros, sino también mi paz mental y mi futuro.

​Necesito un segundo trabajo. Uno que pague bien. Uno que no me obligue a sonreír con las rodillas temblando de agotamiento.

​Mientras caminaba, revisé las bolsas de empleo en línea. Descarté todo de inmediato: niñera (demasiadas referencias), paseadora de perros (no pagaba lo suficiente), limpieza (demasiado visible). Entonces, algo me llamó la atención en la pantalla pequeña, bajo un título frío: “Se busca compañero/cuidador a tiempo completo. Alojamiento incluido. Salario negociable (Alto).”

​Me detuve en seco. ¿Compañero para quién? La descripción era vaga, hablaba de ayudar a un "joven adulto con necesidades especiales" y de "facilitar rutinas diarias", sin especificar la naturaleza de esas necesidades. La vaguedad debería haberme asustado, pero lo crucial era el alojamiento incluido y el alto salario. Mis deudas me asfixiaban, y tener un lugar seguro donde vivir, además del dinero para apaciguar a los usureros, era una luz cegadora al final del túnel más oscuro que jamás hubiera imaginado. Guardé el anuncio en favoritos y me prometí llamar tan pronto como el sol saliera. Era mi única esperanza.

​Al llegar a casa, la sensación de peligro me golpeó antes de abrir la puerta. Las luces del salón estaban encendidas. Había tres sombras oscuras y fornidas proyectadas en la ventana. Mi estómago se encogió, un nudo frío y pesado. Sabía exactamente lo que significaba.

​Abrí la puerta con cautela. Mi padre estaba sentado en el sillón de orejas, con la cabeza gacha, hundido, evitando mi mirada. Frente a él, un hombre de traje pulcro, inmaculadamente caro, pero con una mirada de depredador, fumaba un puro. Era Ciro, el peor de los usureros, el dueño de las deudas más grandes de mi padre y el hombre más temido del bajo mundo.

​—Aquí está la chica —dijo Ciro, apagando el puro con lentitud brutal en un cenicero de cristal. Sus ojos, fríos y penetrantes como el hielo, me recorrieron de arriba abajo con una codicia vulgar, deteniéndose en mis piernas—. Con ella cubrimos una parte considerable de la deuda, Wilson.

​—Sí, es ella —respondió mi padre en un susurro que apenas pude escuchar, la voz empapada en cobardía.

​—Ciro, ¿qué significa esto? —Pregunté, sintiendo que el suelo se hundía bajo mis pies. Traté de sonar firme, pero mi voz era un temblor.

​Ciro se levantó. Su altura era intimidante.

​—Significa que tu padre no cumple sus tratos, muñeca. Tienes talento, Kary. Tienes una deuda enorme y un cuerpo… que puede ser muy útil. Él te ofreció como garantía de pago. Y creo que es hora de cobrar.

​El pánico se apoderó de mí, un rugido sordo en mis oídos. ¡Me había vendido! Miré a mi padre, mi protector natural, esperando un grito, una negación, un signo de arrepentimiento. Solo obtuve su espalda, encorvada por la cobardía y la vergüenza, una traición silenciosa.

​—Pero antes debo asegurar que lo que dices es verdad, Wilson —Ciro se acercó, su mano grande y pesada extendiéndose hacia mi rostro.

​—¡No! —Grité, tratando de huir, pero uno de sus secuaces, un gigante silencioso, me bloqueó la puerta.

​Ciro me tomó del brazo y, con una fuerza brutal que prometía dolor, me arrastró a la habitación.

​—Te enseñaré a ser obediente —dijo, lanzándome sobre la cama.

​Empezó a desabrocharse el cinturón. El terror se volvió una necesidad animal de sobrevivir, una pura ráfaga de adrenalina. Lloré y pataleé mientras él me arrancaba la chaqueta. Sentí el chasquido del cuero cortando el aire antes de que el primer latigazo me impactara la espalda. Un dolor abrasador, agonizante, que me quitó el aliento.

​—¡Papá! ¡Ayuda! —Grité, sabiendo que era inútil, que mi voz se ahogaba en la indiferencia.

​Aguanté el castigo, cada golpe una confirmación hiriente de que estaba sola, pensando frenéticamente. Cuando finalmente se detuvo, exhausto por la furia de su fracaso, intentó quitarme los pantalones.

​Ese fue mi momento. La lámpara de la mesita de noche. La agarré y la estrellé contra el lado de su cabeza. El impacto fue seco, acompañado por un crujido asqueroso. Ciro gimió y se tambaleó. Lo golpeé una y otra vez, con la rabia del miedo, hasta que dejó de moverse lo suficiente.

​No pensé. No sentí nada más que la adrenalina. Agarré mi bolso, recogí la ropa más suave y holgada que pude, y me dirigí a la única salida segura: la ventana. Salté sin mirar atrás, aterrizando torpemente sobre el pasto mojado. Corrí bajo la luz de un farol, con el cuerpo ardiendo y el corazón a punto de explotar.

​No podía ir a casa. Nunca más. Mi padre se había convertido en mi verdugo, y Ciro me buscaría hasta encontrarme.

​Me registré en el primer hotelucho barato de los suburbios que encontré, pagando con el poco efectivo que tenía. No dormí. Me senté en el borde de la cama, temblando, las sábanas ásperas raspando las heridas invisibles y las visibles en mi espalda. El dolor, la humillación y el miedo eran demasiado grandes para el sueño. Repetí mentalmente el contenido de ese anuncio de trabajo, aferrándome a él como a un salvavidas.

​A las siete de la mañana, mientras el sol se asomaba tímidamente, tomé mi decisión. Había dejado mis pocos ahorros y mi vida entera en esa casa, pero recordé el anuncio: Compañero a tiempo completo. Alojamiento incluido. Salario alto.

​El trabajo era mi única salvación, mi escondite. No sabía quién era ese "joven adulto con necesidades especiales", ni si sería un monstruo peor que mi padre o Ciro, pero no tenía otra opción. Tenía que ir. Tenía que conseguir ese trabajo.

​Con el teléfono en una mano y la dirección del anuncio en la otra, salí del hotel, dejando atrás el terror y avanzando hacia la incertidumbre.

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