Mundo ficciónIniciar sesiónPOV KARINA
El frío de la madrugada de Nueva York se había ido, reemplazado por la ansiedad. Cada paso que daba por los senderos de la mansión Thorne era un desafío. La espalda me ardía; el dolor, un recordatorio constante de la pesadilla de la noche anterior. Había usado todo el dinero restante del hotel para el taxi, y ahora estaba de pie ante una puerta de caoba que parecía la entrada a mi infierno. Esta no era una entrevista. Era un acto desesperado. El edificio era demasiado grande, demasiado elegante, y yo estaba demasiado rota. Me ajusté la blusa de flores sobre los hombros, forzando una sonrisa profesional. Tenía que conseguir este trabajo. Tenía que obtener ese alojamiento. Era el único lugar donde Ciro y mi padre no me buscarían. Cuando levanté la mano para tocar el timbre, la voz furiosa de un hombre me detuvo. —¡No quiero a una maldita cuidadora! —Su grito atravesó la puerta con tanta fuerza que me hizo retroceder un paso, justo sobre el césped recién cortado. Escuché un murmullo suave, la voz de una mujer, parecía la misma con la que hable por el teléfono, ella intentaba calmarlo. —Cariño, debes entender... contratamos a una joven que se encargará de lo básico. Solo estará pendiente de lo que necesites, no es una enfermera, es una... compañía. —¡No necesito a nadie! —Volvió a gritar. Y luego otra voz , cargada de una autoridad fría y cruel. Me encogí al escucharla, tan similar a la indiferencia que mi propio padre había mostrado. —¡Basta, Andrew! Es suficiente. Lamento mucho lo que ocurrió, pero no tienes por qué desquitarte con los demás. Tú eres el único responsable de eso, y ella se va a quedar. No quiero escuchar una palabra más. Sentí una punzada. Él era un mimado con dinero y un carácter horrible. Yo era una superviviente con una deuda de muerte. Su rabia era mi única oportunidad. Si él era el ogro que odiaba a todos, tal vez nadie vendría a buscar a su "compañera". Mi resolución se endureció. Toqué el timbre. Tenía que hacerlo. Un hombre delgado y cauteloso abrió la puerta, mirándome con una mezcla de lástima y cautela. —¿Karina? Eres la nueva compañía. Entré en el vestíbulo y el lujo me abrumó. Mármol, arte, y la sensación de que cada objeto valía más que toda mi vida. La silla de ruedas estaba en el salón, él sentado en su silla, dándome la espalda. Las personas que asumí eran sus padres se marcharon rápidamente, lanzándome miradas de advertencia y disculpa. Me acerqué a la sala, tratando de ignorar el latido frenético de mi corazón. Había ensayado esta presentación en la habitación del hotel. Tenía que ser lo suficientemente fuerte para que él me contratara, y lo suficientemente normal para que no sospechara de mi problema. POV ANDREW La furia me tenía al límite de romper la pantalla de mi laptop. Mi padre, se había marchado después de gritarme. “Tú eres el único responsable.” La frase de mi padre resonaba como un tambor de guerra en mi cabeza, mezclándose con el recuerdo de Alison y su abandono. Yo era un inválido, un estorbo, y me había convertido en el hombre más odioso del mundo. Y eso me gustaba. Prefería el odio a la lástima. En ese momento de toxicidad absoluta, la puerta de la sala se abrió lentamente. —Pasa, Karina —escuché decir a Lewis con una voz cautelosa, como si estuviera presentando una oveja al lobo. Me giré en la silla de ruedas, con el rostro convertido en una máscara de desprecio. Estaba listo para destruirla. Estaba listo para usar el mismo veneno que Alison y mi padre me habían inyectado. Ella entró. Mi primera impresión fue de decepción. Esperaba una matrona voluminosa y ruidosa, con un crucifijo colgando del cuello y la mirada llena de esa asquerosa y nauseabunda lástima. En cambio, vi a una chica. Joven, demasiado joven. Tenía trenzas, dos gruesas cuerdas de cabello oscuro cayendo por sus hombros. Llevaba una blusa de estampado floral, de esas que mi madre compraría en una tienda de caridad. Gritaba simplicidad, gritaba pobreza, gritaba cría. Y luego, noté su sonrisa. Era demasiado grande, demasiado forzada. Como la de alguien que espera un golpe y trata de convencer al mundo de que no le importa. Falsa. Esperé la mirada. El gesto de horror al ver mis piernas inertes. Pero no pasó. Sus ojos, de un gris claro sorprendente, me miraron fijamente. No vi lástima. No vi horror. Vi un escrutinio profesional, y debajo de eso, algo más oscuro: una determinación casi salvaje. Actuaba con una normalidad que era más insultante que la propia piedad, como si esta maldita silla pudiera ignorarse. Qué insolencia. —Un gusto, me llamo Karina, pero puede decirme Kary—dijo con la voz que, aunque intentaba ser firme, tenía un temblor casi imperceptible que me hizo arquear una ceja. Por un momento, su mirada se desvió de mi rostro a la pared, y en ese breve instante, mi ojo entrenado en la detección de defectos alcanzó a ver una sombra oscura y profunda que asomaba bajo el cuello de su blusa. Un moretón. Lo ignoré. —¡Me vale un carajo cómo te llames! —solté, el resentimiento burbujeando en mi pecho—. No creo que aguantes la semana aquí. No te metas en mis asuntos, no necesito una niñera y mucho menos una cría como tú. Su sonrisa, que antes era nerviosa, se convirtió en una mueca de desafío. Su cuerpo, aunque pequeño, se tensó. —No soy una niñera —inclinó la cabeza con una audacia que me descolocó—. Bueno, no a menos que te consideres un niño. Interesante. Ya no era solo una fachada. Tenía fuego. Antes de que pudiera responder con otro insulto, se dirigió a las ventanas. Abrió de golpe las cortinas, dejando que un chorro de luz de primavera inundara la habitación. —¿Te dije acaso que las abrieras? —espeté, señalando las cortinas con un dedo acusador. Ella suspiró con teatralidad, sin inmutarse. —Es un día hermoso. No veo por qué querrías encerrarte en la oscuridad. ¿Te gustaría salir a dar un paseo? El aire puro te va a caer de maravilla. Cuando era niña, iba mucho al campo… Siguió hablando sin parar. ¡La detestaba! Su voz, su historia, su estúpido campo. Me estaba irritando al límite, y eso era precisamente lo que yo quería. —¡Eh! —grité, golpeando el reposabrazos de la silla—. Podrías parar. Tu historia no me interesa, me estás dando dolor de cabeza. Deberías aprender a permanecer callada. Ahora sal de aquí. Prefiero estar solo. Ella se detuvo en seco. Sus ojos grises se clavaron en mí. Por un instante, el desafío se derrumbó y vi un abismo de terror, tan profundo y fugaz que mi respiración se aceleró. No era miedo a mí, era miedo a perder. Luego, el terror fue reemplazado por una pared de indiferencia profesional. —Como desee, señor Andrew —dijo, dando un paso atrás. —Vuelve aquí —ordené. Ella se detuvo. La observé de nuevo, esta vez con la intención de encontrarle un defecto mortal para despedirla de inmediato. Pero, en cambio, encontré una distracción perfecta. Ella era mi nuevo saco de boxeo. Mi nuevo oponente. —Escúchame bien, Kary —dije, bajando el tono—. Esta no es la casa de mis padres. Esta es mi casa. Tú vas a hacer lo que yo te diga, cuando yo te lo diga, o estás en la calle. Si yo quiero oscuridad, te arrastro a la oscuridad. —Lo entiendo, señor Andrew —respondió ella, de nuevo esa formalidad que me exasperaba. —Mi única regla es la honestidad. ¿Por qué quieres este trabajo tan desesperadamente? No mientas. Su boca se abrió y se cerró. Vi el pánico en sus ojos por un segundo, la necesidad de mentir sobre la deuda, sobre su padre, sobre el hombre que la había golpeado. —Necesito el dinero —dijo en un susurro, mirando al suelo. —Eso es obvio —dije, sintiendo una punzada de desdén. Ella levantó la cabeza. La decisión cruzó sus ojos como un relámpago. —Y necesito el alojamiento —admitió, con la voz apenas audible. Era un secreto a medias, una verdad brutal que la hacía vulnerable. Me recliné en mi silla, sintiendo el triunfo de la información. Desesperación y necesidad. Era perfecta. No se iría, no importa cuánto la empujara. —Bien. Puedes quedarte, cría. Pero serás mi compañía por las buenas o por las malas. Si no me entretienes, te despido. Y te aseguro que no soy un hombre fácil de entretener. —Yo me encargaré de eso, señor Andrew —dijo Kary, y por primera vez, vi un pequeño destello de desafío genuino. Salí del salón, deslizando mi silla hacia la biblioteca. Su presencia era como una piedra en mi zapato: irritante, intrusiva, y curiosamente, completamente necesaria.






