Contrato con el Tirano
Contrato con el Tirano
Por: GINNA R.
El precio de la prisa

POV ANDREW THORNE

El reloj marcaba las 5:00 p.m., pero la oficina, con sus paredes de cristal y vistas a Manhattan, ya estaba sumida en una oscuridad artificial. Yo estaba metido hasta el cuello en proyecciones trimestrales. La frustración era un nudo caliente en mi pecho, y no era por el balance de la empresa. Era por el maldito teléfono vibrando sin parar sobre el escritorio. Alison.

​—¿Ya saliste, cariño? —Decía su voz en el décimo mensaje de voz—. Date prisa. Quiero llegar a los Hamptons antes de que anochezca.

​Ella no pedía, exigía. Y yo, Andrew Thorne, el heredero de todo esto, el hombre que le decía a la gente qué hacer, me apresuraba a complacer a una mujer. Me puse la chaqueta de seda sin abrochar y agarré las llaves del Bentley, dejando un desastre de papeles y una junta de directores a medias.

​“Un fin de semana perfecto,” pensé, con una ironía amarga. Solo éramos perfectos si yo le daba lo que quería.

​Salí del rascacielos y me lancé al tráfico denso, haciendo rugir el motor. La velocidad era mi única forma de sacar la rabia contenida. El coche era una extensión de mi voluntad, abriéndose paso entre los lentos y los precavidos.

​El cielo se había vuelto de un gris plomizo, a juego con mi humor. Alison quería llegar rápido, así que conducía como un loco. A cien millas por hora, la tensión era adictiva.

​En ese momento, el teléfono vibró de nuevo, no un mensaje, sino una llamada entrante. Su foto, su rostro perfecto y ligeramente irritado, parpadeó en el display.

​No pude ignorarlo. No si quería tener paz el resto del viaje.

​—¿Qué quieres, Alison? Estoy conduciendo.

​—¡Por fin! ¡Andrew, el chófer de mis padres dice que la carretera está libre si tomas la 93 Oeste! ¿Me escuchas? ¡Gira en el próximo cruce!

​Me llevé el teléfono al oído, forzando la atención en su voz estridente en lugar de la carretera.

​—Estoy en la Quinta Avenida, Alison. La 93 Oeste está a la…

​—¡Gira ya, Andrew! ¡No seas lento! ¡Te estoy dando un atajo!

​Su voz, empujándome, el ligero reproche por mi supuesta incompetencia. Hice lo que me dijo. Dejé de mirar el flujo del tráfico que se acercaba. Dejé de concentrarme en las señales. Mi única meta era acallar esa voz.

​El cruce. La luz del semáforo. La vi en amarillo, casi rojo, pero no me detuve. Estaba a medio camino cuando la voz de Alison se hizo un eco lejano, como si la hubieran ahogado en agua.

​Lo último que vi fue un muro de metal oxidado y rojo. Un camión, con el conductor probablemente haciendo su trabajo con más diligencia que yo, que me crucé. El conductor no tuvo tiempo de frenar.

​El impacto no fue solo un sonido; fue una explosión sorda que me arrancó el aliento. Fue el crujir de metal retorciéndose alrededor de mi cuerpo. Fue el estallido del airbag, el olor a quemado y la sensación más horrible de todas: el silencio. Un silencio absoluto, interrumpido solo por el débil goteo de la gasolina. Mi cuerpo era un amasijo de dolor. Intenté mover las piernas, sacarlas de entre los restos del motor, pero no sentí nada. Solo un frío y paralizante vacío desde la cintura hacia abajo.

​—Alis… —Intenté articular, pero solo salió un gemido ronco. El teléfono había volado. Su voz ya no estaba.

​La oscuridad se apoderó de mí, y el último pensamiento consciente fue: “El precio de la prisa. La idiotez de querer complacer.”

​El despertar fue una tortura. No el dolor sordo y generalizado que esperaba de un accidente, sino una confusión punzante. Luces blancas, pitos agudos, el olor a antiséptico. Estaba entubado, con el cuerpo inmovilizado. Tardé dos días en poder hilar una frase coherente.

​—¿Qué pasó? —Le pregunté a mi padre, cuya cara estaba cubierta por una sombra de preocupación y culpa que no me creí.

​—Un accidente grave, hijo. Gracias a Dios que estás vivo. El coche… pérdida total.

​Intenté mover los dedos de los pies. Una leve tensión en el músculo de la pantorrilla. Bien. Intenté mover toda la pierna. Nada. Volví a intentarlo. Con todas mis fuerzas. La frustración crecía, volviéndose histeria.

​Un par de horas después, el Dr. Evans entró, un hombre de rostro serio y barba impecable. Se sentó a mi lado y me habló con la voz pausada que usan para dar malas noticias.

​—Andrew, el camión impactó directamente tu lado. Tuviste múltiples fracturas, pero lo más grave fue la columna vertebral. La vértebra T12.

​Su voz era un murmullo distante, aunque el mundo entero se había silenciado. Solo escuchaba un zumbido.

​—¿Y qué significa eso, doctor? Dígamelo claro.

​Evans suspiró, apretando el clipboard.

​—La médula espinal está dañada. Es una lesión completa. Andrew… no vas a volver a caminar.

​La noticia no fue un golpe, fue una puñalada helada y lenta. No grité. No lloré. Me quedé absolutamente quieto. Me volví una estatua de hielo. Mi vida entera, mi juventud, mi cuerpo, mi futuro, se había reducido a dos palabras: lesión completa.

​Mi primer instinto fue buscar a Alison. Quería ver su rostro, quería su consuelo. Quería que asumiera su parte de la culpa por haberme apurado.

​Una semana después, aún en el hospital, ella apareció. No para abrazarme, sino para cortar por lo sano.

​—Esto es demasiado, Andrew. No puedo contigo. Necesito a alguien que me lleve de viaje, que baile conmigo. No puedo cargar con esto. Lo siento.

​No, no lo sentía. No había una pizca de remordimiento en sus ojos. Y la bofetada final: antes de que me dieran el alta, la vi en las revistas del hospital. Alison y Gael, mi primo, saliendo de un restaurante. Él la besaba con una familiaridad asquerosa.

​Ese día, la ira tomó el lugar de mi dolor. La lástima se convirtió en veneno. Si no podía caminar, al menos podía hacer que el mundo que me había traicionado pagara. Y a eso me dediqué los siguientes meses: a ser el ogro, el inválido amargado que aterrorizaba a su personal. El que se preparaba para hacer pagar a la mujer que le dijo que lo amaba y al final lo había abandonado.

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