CAPÍTULO 4: LEY DEL HIELO

Maddison

No duermo esa noche. Me encojo en el sofá con una manta que no abriga nada, abrazando mi vientre como si pudiera protegerlo del mundo con solo desearlo.

La mente me da vueltas. La imagen del resultado que me dio el médico, el sonido seco de su voz aquella última vez, el rostro de Vanessa y la maldita invitación de boda. Todo se mezcla y me aplasta.

Lo amo. Dios, cómo lo amo, pero también lo odio.

Odio lo que me hace ser cuando estoy con él, odio cómo me traga viva y luego me escupe como si no importara.

Derek no me quiere. Solo me desea, me controla, me toma como si fuese uno más de sus objetos. Y ahora... ahora tengo dentro de mí una parte de él que nunca pedí.

—¿Estás segura de que no quieres pensarlo un poco más? —me pregunta Claire con una taza de café humeante en las manos.

—No necesito pensarlo —respondo con más seguridad de la que creí tener—. No voy a ser su amante mientras él vive su vida perfecta. No voy a suplicarle esta vez, se acabó.

Llego temprano a la oficina al día siguiente, entro a mi computadora, borro todos mis archivos personales, cierro las cuentas y elimino cada rastro de mí. Mi carta de renuncia no dice más que dos líneas. Casi se siente ridículo después de todo lo que he vivido entre estas paredes, pero es suficiente. Ya he dicho todo con mi silencio.

Y entonces… me voy.

Sin un ruido, sin una despedida. La oficina seguramente arderá en rumores, pero nadie me preguntará nada. Y si lo hacen, no habrá nada para responder.

Derek Kingsley no merece una explicación, no después de lo que me hizo. No después de la manera en la que me dejó rota y aun así me usó una vez más. Yo también tengo límites, aunque él jamás lo creyó posible.

Regreso a mi departamento, de donde saco mis cosas, ya he comprado un pasaje de avión y el vuelo sale en unas pocas horas. Acaricio mi vientre, con el pequeño bebé que crece dentro de mí. A pesar de que aun no se nota, yo ya lo siento como mi hijo.

—Descuida bebé, nos iremos y te juro que voy a protegerte con mi vida.

Horas después, el avión aterriza y tomo otro transporte hasta el pueblo. La carretera serpentea entre colinas verdes y mar abierto. Cuando bajo del vehículo, el viento me revuelve el cabello y el olor a sal lo llena todo, pero por primera vez en semanas, respiro hondo.

El lugar es pequeño, casi olvidado por el mundo. Alquilo una casita con paredes desconchadas y una cama que cruje más de la cuenta, pero está bien. Es humilde, silenciosa y lo más importante: es mía.

Aquí nadie me conoce, nadie me busca y por primera vez en mucho tiempo, empiezo a sentirme libre.

En poco tiempo consigo trabajo en una cafetería frente al mar. No es glamuroso, ni elegante. Mis zapatos se manchan con café derramado y mi delantal siempre huele a azúcar quemada, pero me saludan con una sonrisa, y nadie me llama “asistente” o “invisible”.

***

Llevo dos meses aquí.

Dos meses desde que tomé la decisión más difícil de mi vida, desde que renuncié al trabajo de asistente y a Derek Kingsley y supe que estaba embarazada.

Al principio, el miedo me paralizó. No comía, no dormía. Pensé en abortar, pensé en volver, pensé en rogarle... y luego recordé quién era él. Recordé su voz diciéndome que no significaba nada, su rostro cuando presentó a Vanessa frente a todos y lo sola que me sentí en esa habitación después de que me besó con furia… y me dejó sin mirar atrás.

Este bebé no crecerá entre migajas. No crecerá siendo un secreto ni mucho menos será una extensión del ego de Derek Kingsley.

Será mío, solo mío.

—¿Maddie? —la voz de Clara, mi compañera en la cafetería me saca de mis pensamientos—. ¿Estás bien? Te quedaste viendo la puerta como si esperaras que alguien entrara.

Trago saliva y niego con la cabeza.

—Solo estoy cansada —miento.

Pero no es eso. Es ese maldit0 auto negro. Lo he visto dos veces esta semana, estacionado frente a la playa, justo a la hora que salgo del trabajo. Las ventanas están polarizadas, no hay placas visibles. Pero no hace nada, solo está ahí. Observando.

Intento convencerme de que es paranoia. Tal vez algún turista o mera coincidencia, pero la sensación en mi pecho dice otra cosa.

Cuando termino el turno, tomo el atajo de tierra que me lleva a la casita que alquilo. No hay luces encendidas en las casas vecinas, y el crujido de las ramas bajo mis zapatos es lo único que se escucha. Me abrazo a mí misma, el viento sopla más frío de lo normal. Todo está en silencio.

Demasiado silencio.

Llego a casa, cierro la puerta con llave y bajo las cortinas. Me dejo caer en la cama y acaricio mi vientre, que ya comienza a notarse bajo la blusa. Tengo ya quince semanas. No es solo una sensación, es real. Hay una vida creciendo dentro de mí, un latido constante. Mi hijo, mi razón de seguir adelante.

—Estamos bien —susurro—. Te lo prometo.

Pero entonces, un ruido, un crujido, como ramas pisadas en el jardín delantero.

Me congelo. ¿Fue mi imaginación? ¿El viento? Me acerco a la ventana con el corazón golpeando fuerte. Con cuidado, separo apenas un milímetro la cortina… y lo veo.

El mismo auto negro estacionado otra vez. Esta vez, más cerca. Justo frente a la entrada.

—No… no, no —murmuro—. ¿Cómo me encontraron?

Retrocedo y tomo mi teléfono, marco el número de Clara, pero no hay señal. Maldigo. Me acerco a la cocina y enciendo todas las luces, como si eso pudiera alejar lo que sea que está allá afuera.

Me siento vigilada. Como si alguien, en algún lugar, supiera exactamente dónde estoy y lo peor es que yo también lo sé. Derek.

Tiene que ser él, pero… ¿por qué ahora? ¿Por qué después de tanto silencio? ¿Sabe del bebé?

No. No puede saberlo. A menos que…

Mis manos tiemblan. No importa, sea quien sea… está aquí y yo no estoy lista. Me siento en el suelo con la espalda apoyada en la puerta cerrada, mientras el motor del auto permanece encendido afuera.

Mis ojos se llenan de lágrimas.

—No me vas a quitar esto también —susurro, pero en el fondo… siento que ya es demasiado tarde.

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