Maddison
No duermo esa noche. Me encojo en el sofá con una manta que no abriga nada, abrazando mi vientre como si pudiera protegerlo del mundo con solo desearlo.
La mente me da vueltas. La imagen del resultado que me dio el médico, el sonido seco de su voz aquella última vez, el rostro de Vanessa y la maldita invitación de boda. Todo se mezcla y me aplasta.
Lo amo. Dios, cómo lo amo, pero también lo odio.
Odio lo que me hace ser cuando estoy con él, odio cómo me traga viva y luego me escupe como si no importara.
Derek no me quiere. Solo me desea, me controla, me toma como si fuese uno más de sus objetos. Y ahora... ahora tengo dentro de mí una parte de él que nunca pedí.
—¿Estás segura de que no quieres pensarlo un poco más? —me pregunta Claire con una taza de café humeante en las manos.
—No necesito pensarlo —respondo con más seguridad de la que creí tener—. No voy a ser su amante mientras él vive su vida perfecta. No voy a suplicarle esta vez, se acabó.
Llego temprano a la oficina al día siguiente, entro a mi computadora, borro todos mis archivos personales, cierro las cuentas y elimino cada rastro de mí. Mi carta de renuncia no dice más que dos líneas. Casi se siente ridículo después de todo lo que he vivido entre estas paredes, pero es suficiente. Ya he dicho todo con mi silencio.
Y entonces… me voy.
Sin un ruido, sin una despedida. La oficina seguramente arderá en rumores, pero nadie me preguntará nada. Y si lo hacen, no habrá nada para responder.
Derek Kingsley no merece una explicación, no después de lo que me hizo. No después de la manera en la que me dejó rota y aun así me usó una vez más. Yo también tengo límites, aunque él jamás lo creyó posible.
Regreso a mi departamento, de donde saco mis cosas, ya he comprado un pasaje de avión y el vuelo sale en unas pocas horas. Acaricio mi vientre, con el pequeño bebé que crece dentro de mí. A pesar de que aun no se nota, yo ya lo siento como mi hijo.
—Descuida bebé, nos iremos y te juro que voy a protegerte con mi vida.
Horas después, el avión aterriza y tomo otro transporte hasta el pueblo. La carretera serpentea entre colinas verdes y mar abierto. Cuando bajo del vehículo, el viento me revuelve el cabello y el olor a sal lo llena todo, pero por primera vez en semanas, respiro hondo.
El lugar es pequeño, casi olvidado por el mundo. Alquilo una casita con paredes desconchadas y una cama que cruje más de la cuenta, pero está bien. Es humilde, silenciosa y lo más importante: es mía.
Aquí nadie me conoce, nadie me busca y por primera vez en mucho tiempo, empiezo a sentirme libre.
En poco tiempo consigo trabajo en una cafetería frente al mar. No es glamuroso, ni elegante. Mis zapatos se manchan con café derramado y mi delantal siempre huele a azúcar quemada, pero me saludan con una sonrisa, y nadie me llama “asistente” o “invisible”.
***
Llevo dos meses aquí.
Dos meses desde que tomé la decisión más difícil de mi vida, desde que renuncié al trabajo de asistente y a Derek Kingsley y supe que estaba embarazada.
Al principio, el miedo me paralizó. No comía, no dormía. Pensé en abortar, pensé en volver, pensé en rogarle... y luego recordé quién era él. Recordé su voz diciéndome que no significaba nada, su rostro cuando presentó a Vanessa frente a todos y lo sola que me sentí en esa habitación después de que me besó con furia… y me dejó sin mirar atrás.
Este bebé no crecerá entre migajas. No crecerá siendo un secreto ni mucho menos será una extensión del ego de Derek Kingsley.
Será mío, solo mío.
—¿Maddie? —la voz de Clara, mi compañera en la cafetería me saca de mis pensamientos—. ¿Estás bien? Te quedaste viendo la puerta como si esperaras que alguien entrara.
Trago saliva y niego con la cabeza.
—Solo estoy cansada —miento.
Pero no es eso. Es ese maldit0 auto negro. Lo he visto dos veces esta semana, estacionado frente a la playa, justo a la hora que salgo del trabajo. Las ventanas están polarizadas, no hay placas visibles. Pero no hace nada, solo está ahí. Observando.
Intento convencerme de que es paranoia. Tal vez algún turista o mera coincidencia, pero la sensación en mi pecho dice otra cosa.
Cuando termino el turno, tomo el atajo de tierra que me lleva a la casita que alquilo. No hay luces encendidas en las casas vecinas, y el crujido de las ramas bajo mis zapatos es lo único que se escucha. Me abrazo a mí misma, el viento sopla más frío de lo normal. Todo está en silencio.
Demasiado silencio.
Llego a casa, cierro la puerta con llave y bajo las cortinas. Me dejo caer en la cama y acaricio mi vientre, que ya comienza a notarse bajo la blusa. Tengo ya quince semanas. No es solo una sensación, es real. Hay una vida creciendo dentro de mí, un latido constante. Mi hijo, mi razón de seguir adelante.
—Estamos bien —susurro—. Te lo prometo.
Pero entonces, un ruido, un crujido, como ramas pisadas en el jardín delantero.
Me congelo. ¿Fue mi imaginación? ¿El viento? Me acerco a la ventana con el corazón golpeando fuerte. Con cuidado, separo apenas un milímetro la cortina… y lo veo.
El mismo auto negro estacionado otra vez. Esta vez, más cerca. Justo frente a la entrada.
—No… no, no —murmuro—. ¿Cómo me encontraron?
Retrocedo y tomo mi teléfono, marco el número de Clara, pero no hay señal. Maldigo. Me acerco a la cocina y enciendo todas las luces, como si eso pudiera alejar lo que sea que está allá afuera.
Me siento vigilada. Como si alguien, en algún lugar, supiera exactamente dónde estoy y lo peor es que yo también lo sé. Derek.
Tiene que ser él, pero… ¿por qué ahora? ¿Por qué después de tanto silencio? ¿Sabe del bebé?
No. No puede saberlo. A menos que…
Mis manos tiemblan. No importa, sea quien sea… está aquí y yo no estoy lista. Me siento en el suelo con la espalda apoyada en la puerta cerrada, mientras el motor del auto permanece encendido afuera.
Mis ojos se llenan de lágrimas.
—No me vas a quitar esto también —susurro, pero en el fondo… siento que ya es demasiado tarde.
DerekHan pasado dos meses desde que Maddison desapareció. Dos maldit0s meses.Me casé con Vanessa, firmé los papeles, sonreí para las fotos, le di un beso frente a más de doscientos invitados y me fui a una luna de miel que no recuerdo.Vanessa es todo lo que se espera de una esposa en mi mundo: perfecta, educada, estratégicamente ambiciosa. Me observa como si esperara que yo le diera alguna señal, pero no lo hago. No dejo de pensar en Maddison, en la manera en que simplemente se fue sin decir nada, en lo fácil que fue para ella borrarme como si yo nunca hubiera significado nada.Al principio creí que era una rabieta, un berrinche a causa de mi boda. Estaba seguro de que volvería, pero no lo hizo y con cada día que pasa, mi paciencia se agota.La busqué. Claro que lo hice.Mandé a revisar los registros de su teléfono, sus correos, las cámaras del edificio, pero no conseguí nada. Cambió de número, cerró sus cuentas. Borró su existencia digital con una precisión que no esperaba de ella
MaddisonAcabo de decir la mentira más grande de mi vida.Y duele. Duele más que cualquier otra cosa que haya hecho, más que irme o llorarlo. Más que recordarlo en las noches mientras me abrazaba a mí misma deseando que me hubiera elegido.—¿No es mío? —pregunta Derek, y su voz no suena como la de un hombre que ama. Suena como un reclamo territorial.Trago saliva, tengo el nudo en la garganta. Sé que tengo que mantenerme firme, pero siento que me estoy desmoronando desde dentro.—No —respondo sin mirarlo, y cada sílaba me corta la lengua por dentro—. Estuve con alguien más antes de irme, así que obviamente no tiene sentido involucrarte en esto.Él se queda en silencio mientras procesa mis palabras, y luego, se ríe de forma vacía y sarcástica. Como si le acabara de confirmar lo que siempre pensó de mí.—Por supuesto que lo estuviste —dice sin emoción, como si ya no significara nada. Como si yo no significara nada.Y entonces se da la vuelta y se va. No dice más, no lanza preguntas ni m
DerekAhí está Maddison, Saliendo de una veterinaria como si viviera en un comercial barato de pueblo. Tiene esa sonrisa suave, esa risa que le sube por la garganta y le ilumina los ojos. No se ríe así conmigo, nunca se ha reído así conmigo. O tal vez sí, pero yo nunca lo noté.Y hay un hombre a su lado. Alto, buen porte, ropa limpia y seguro de sí mismo. Le acomoda el bolso con una naturalidad que me revuelve el estómago, le toca el brazo y la mira como si tuviera algún derecho.Ella no se aparta, no lo rechaza. ¿Será que ese es el imbécil con el que me engañó? ¿Será que él es el padre del hijo que está esperando?Trago saliva, pero no me muevo, solo los observo como el depredador que soy. Aprendí a controlar mis impulsos desde niño, fingir que no me importaba nada y no mostrar debilidad, pero ver esa escena me despierta una rabia que no sabía que seguía viva.Maddison me miró a los ojos y me dijo que ese bebé no es mío. Ya me reemplazó, en su cama y en su vida por ese maldit0 imbéci
MaddisonDerek no se va. No dice nada, no se acerca, no exige explicaciones, pero está ahí constantemente. Lo veo todos los días. A veces desde la ventana de la cafetería, de pie junto a su auto, fingiendo que habla por teléfono. Otras veces lo encuentro cruzando la calle justo cuando salgo de trabajar. No es coincidencia, por supuesto que no.Es un cínico descarado que debería estar cumpliéndole a su esposa. Pero no me sorprende que pueda estar aquí acosándome, a tan solo dos meses de haberse casado con otra, porque para Derek Kingsley no existen las mismas leyes morales que rigen a los demás.Y aunque no me enfrenta, su presencia es como un recuerdo que se niega a morir.Trato de seguir con mi rutina. Sonreír, servir mesas, fingir que todo está bien, pero su sombra me acompaña a todas partes. Cada vez que salgo a la playa para tomar aire, ahí está, a la distancia. Cada vez que Andrew me acompaña hasta casa después de visitar al perrito, Derek aparece en algún rincón del paisaje y au
MaddisonTodos en este edificio caminan como si yo fuera parte del mobiliario. Una silla más, una planta de oficina. Nadie me saluda al pasar, nadie recuerda mi cumpleaños, ni siquiera saben que odio el café sin azúcar, pero él sí lo sabe.—Evans, en mi despacho. Ahora —dice con una voz firme a través del intercomunicador.Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Me levanto, aliso la falda y me aseguro de que el cabello esté en su sitio como si eso importara, como si él alguna vez me mirara más allá de lo que necesita ver.Camino entre escritorios, sintiendo miradas fugaces y cuchicheos apenas disimulados. “Pobre Maddison, la esclava personal del ogro Kingsley”, eso es lo que todos piensan, pero no tienen idea, nadie la tiene.Abro la puerta de cristal de su oficina sin hacer ruido, como siempre. Él está de espaldas, mirando por la enorme ventana que da a Manhattan con las manos cruzadas detrás de la espalda, impecable en su traje oscuro y su mirada llena de arrogancia.—¿Me llamó, señ
DerekLevanto la copa de champán mientras Vanessa sonríe al fotógrafo. Ella es perfecta en público, elegante, discreta, con ese aire de princesa que tanto esperan los accionistas. Tiene el apellido correcto, la historia correcta, la sonrisa correcta, pero no significa nada para mí.Maddison está del otro lado del salón, junto a los asistentes de eventos. Lleva un vestido negro, sencillo. El tipo de prenda que no llama la atención, pero que en ella, maldit4 sea, se ve como un jodid0 pecado.No me mira, pero sé que me ha visto. El temblor en su barbilla la delata, ese pequeño tic nervioso que solo aparece cuando está a punto de romperse y aun así, no dice nada.La ignoro. Es lo que espera de mí, lo que debo hacer. Esta relación nunca fue real, fue un escape, un secreto. Un vicio al que no pude renunciar… hasta ahora.Me caso en un mes.Lo he dicho en mil reuniones, lo he repetido frente a cámaras, y aun así… cuando la veo a ella, tan frágil, tan mía, siento que algo me quema por dentro,
MaddisonHan pasado tres semanas desde aquella noche. Tres semanas desde que Derek me obligó a recordar con su cuerpo todo lo que él niega con sus palabras.No he respondido sus llamadas ni sus mensajes. No he vuelto a cruzar palabra con él en la oficina más allá de lo estrictamente profesional, y aun así... él me mira. Me observa como si no soportara que lo ignore. A veces pasa junto a mi escritorio y deja caer sobre mí esa mirada gélida que me recorre como un látigo. Otras, simplemente se encierra en su despacho y me hace llamarlo por interno solo para oírme decir: “¿en qué puedo ayudarte, señor Kingsley?”.Y aunque intento parecer fuerte, cada noche llego a casa y me deshago.Me siento vacía, usada, ridícula. Fui solo eso: un cuerpo disponible, un secreto conveniente.Y lo peor… es que aún lo deseo.Pero hoy algo es distinto.Camino hacia la estación del metro sintiendo una presión extraña en el pecho, como si el aire no fluyera bien. Me mareo, el ruido de la ciudad me golpea con f