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CAPÍTULO 5: EL INSTINTO DEL CAZADOR

Derek

Han pasado dos meses desde que Maddison desapareció. Dos maldit0s meses.

Me casé con Vanessa, firmé los papeles, sonreí para las fotos, le di un beso frente a más de doscientos invitados y me fui a una luna de miel que no recuerdo.

Vanessa es todo lo que se espera de una esposa en mi mundo: perfecta, educada, estratégicamente ambiciosa. Me observa como si esperara que yo le diera alguna señal, pero no lo hago. No dejo de pensar en Maddison, en la manera en que simplemente se fue sin decir nada, en lo fácil que fue para ella borrarme como si yo nunca hubiera significado nada.

Al principio creí que era una rabieta, un berrinche a causa de mi boda. Estaba seguro de que volvería, pero no lo hizo y con cada día que pasa, mi paciencia se agota.

La busqué. Claro que lo hice.

Mandé a revisar los registros de su teléfono, sus correos, las cámaras del edificio, pero no conseguí nada. Cambió de número, cerró sus cuentas. Borró su existencia digital con una precisión que no esperaba de ella.

Y eso me jode, porque Maddison no es una mujer astuta ni fría. Es impulsiva, débil y emocional o eso creía, pero ahora dudo de todo.

¿Quién la ayudó? ¿Por qué se escondió? ¿Qué demonios está pasando?

Llevo semanas durmiendo mal, despertando en medio de la noche con su nombre entre los dientes. Recorro nuestra oficina como un animal encerrado. Me irrita su ausencia más que su presencia, me carcome la falta de control.

Hasta que esta mañana, todo cambia.

Estoy en la oficina, revisando una propuesta de adquisición, cuando Jared entra y deja una carpeta sobre el escritorio.

—Llegó de parte del investigador privado.

Tomo el expediente con desgano, esperando lo mismo de siempre: una pista falsa, una cámara borrosa, una lista inútil de posibles paraderos.

Pero no, esta vez, hay algo distinto. Una hoja en la parte superior.

Informe médico. Evans, Maddison. Quince semanas de embarazo.

Mi cuerpo se congela, leo la línea tres veces.

Quince semanas.

Mis manos se tensan. El papel cruje bajo mis dedos y siento una presión punzante detrás de los ojos, como si mi cerebro no pudiera procesarlo.

—¿Qué carajo es esto? —gruño.

Jared me mira desde la puerta, nervioso.

—Lo descubrieron hace una semana. Se mudó a un pueblo costero al sur del estado, está sola, trabaja en una cafetería y vive en una casa alquilada. No tiene familia cerca.

Me pongo de pie de golpe provocando que la silla caiga hacia atrás.

¿Está embarazada? ¿De mí?

La rabia me ciega. ¿Cómo se atrevió? ¿Cómo demonios se atrevió a huir con mi hijo?

Camino por la oficina, ciego de furia. Lanzo el expediente sobre la mesa con tanta fuerza que los papeles vuelan por el aire. Mi hijo, mi maldito hijo.

¿Pensó que podía quitármelo? ¿Qué podía hacer su vida sin mí?

Me miro en el espejo de la ventana con mi traje impecable, un reloj de oro. Lo tengo todo, poder y control, pero no tengo ni idea de dónde está la mujer que me pertenece, porque Maddison Evans es mía, quiera o no y yo no dejo que lo mío se escape.

—Cancela mi próxima reunión y consígueme un pasaje de avión para este lugar ahora mismo —ordeno.

Él asiente y desaparece.

***

Tres días después, tengo toda la información. El pequeño pueblo costero al sur del estado donde se ocultó es demasiado fácil de encontrar. No lo hizo bien, solo tuvo suerte. Suena como ella: torpe, impulsiva… desesperada.

Reviso las fotos que me envían. Imágenes borrosas tomadas desde un auto.

En ellas veo a Maddison saliendo de una tiendita con una bolsa de pan. Maddison caminando por una calle polvorienta con una mano sobre el vientre. Maddison sentada en una banca, con la vista al mar.

Mi mandíbula se tensa. ¿Creyó que podía empezar una nueva vida sin mí? ¿Qué podía quitarme lo que es mío?

No, ella es mía, siempre lo ha sido.

El pueblo es pequeño, demasiado silencioso. Huele a sal, humedad y abandono. Odio este tipo de lugares. Me recuerdan que hay gente que se conforma con poco, pero yo no vine a admirar el paisaje.

Me bajo del auto. Camino hacia la casita azul donde me dijeron que vive. No hay timbre, solo una puerta de madera con la pintura descascarada. Golpeo dos veces con fuerza, pero nadie sale.

Vuelvo a golpear, esta vez más impaciente. Entonces se oye el clic de la cerradura y ahí está Maddison.

Su cara se pone más pálida, tiene ojeras y lleva el cabello recogido en un moño desordenado, pero sigue siendo ella.

La misma boca que gime mi nombre, los mismos ojos que me miraban con devoción. Ahora me miran con miedo y culpa.

—Derek… —susurra retrocediendo un paso.

No le doy tiempo.

—Tenemos que hablar —digo con voz seca y sin emoción.

Ella intenta cerrar la puerta, pero me adelanto. La detengo con una mano y entro sin pedir permiso.

—No puedes estar aquí —dice con la voz baja y la espalda rígida.

Cierro la puerta con calma y la miro, bajo los ojos lentamente hasta su abdomen. No se nota mucho, pero sé que está ahí, lo sé y eso basta.

—¿Es mío?

Ella no responde.

—Te hice una pregunta, Maddison.

—No voy a hablar de eso contigo.

—No tienes opción.

—¡Claro que tengo! ¡Este es mi hijo!

Me acerco, pero ella retrocede hasta que choca con la pared.

—No. Es nuestro hijo —le corrijo en voz baja—. Y tú intentaste quitármelo.

Ella tiembla, pero no baja la mirada.

—Tú no querías esto, Derek. Nunca me viste como más que un pasatiempo, un cuerpo, una distracción.

—Y aun así abriste las piernas cada vez que te lo pedí —respondo, con crueldad.

Ella se estremece, casi como si le hubiera dado una bofetada. pero no me detengo, no puedo, ya no sé hacerlo.

—¿Qué pensaste? ¿Qué podrías escaparte con MI hijo y yo no lo sabría? ¿Qué podías borrarme de tu vida y empezar una nueva?

—Yo… solo quería estar en paz. —Su voz se rompe.

—¿Paz? —me burlo—. No sabes lo que es paz, Maddison. Lo único que sabes es cómo revolverlo todo con tus maldit0s silencios. ¿Creíste que podrías olvidarme?

—No lo sé… Tal vez esperaba que sí.

—Pues esperas mal. —Doy un paso más, hasta que nuestros cuerpos casi se rozan—. No me olvidarás nunca porque sabes bien que soy tu dueño.

Sus labios tiemblan, pero no habla.

Y de nuevo, siento ese impulso salvaje, ese deseo primitivo de recordarle a quién pertenece.

Alzo la mano, pero esta vez no la toco.

—Empaca tus cosas —digo con voz baja—. Nos vamos.

—¿Qué?

—Escuchaste. Vas a venir conmigo.

—No, Derek, no puedes obligarme.

—Claro que puedo.

—No soy tu propiedad.

La miro.

—No. Pero el hijo que llevas dentro sí lo es.

Ella se tapa el vientre con las manos, como si pudiera protegerlo de mí. Y ahí está, el miedo en sus ojos, el temblor en sus labios, el mismo miedo que me dice que está rota… y que me sigue perteneciendo.

—No es tuyo —suelta de pronto.

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