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—Sí, estoy bien... —Carmen se sintió desconcertada por la mirada del apuesto hombre.

—¡No! —gritó de nuevo cuando se dio cuenta de que la camisa blanca del hombre estaba cubierta de lodo por el choque que habían tenido.

—Dios mío, su camisa, señor. Lo siento... —Carmen intentó tocar la parte sucia.

«No pasa nada».

«¡Mírela!».

«¡Oh, no, debe de ser ropa cara!». Carmen hizo una mueca de miedo.

«Oiga, ¿no le he dicho que no pasa nada?».

«Quítese la camisa, señor. La lavaré. Quiero decir, la llevaré a una buena tintorería. Seguro que allí podrán arreglarla».

En lugar de quitarse la camisa, el hombre le entregó algo que acababa de sacar de su mochila.

«Está empapada, señorita. Póngase esto...». El hombre le entregó una sudadera con capucha. Carmen miró fijamente al hombre de ojos azul océano sin pestañear.

«No, no es necesario, señor. Quiero decir, yo debería ser la responsable de ensuciarle la ropa. Pero, ¿por qué me está ayudando usted en cambio?». De repente, Carmen se puso a lloriquear
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