Después de quedarse paralizada durante unos instantes, Carmen finalmente reaccionó. Inmediatamente comenzó a buscar a Bastian y a su esposa.
«¿Dónde están?», murmuró Carmen mientras se abría paso entre la multitud que abarrotaba el salón de fiestas. No encontraba a Bastian ni a Verella por ninguna parte.
«Esto no puede estar pasando», susurró angustiada.
Carmen intentó encontrar su teléfono en el bolso, pero se dio cuenta de que lo había dejado en el hotel.
«¡Oh, no! ¿Qué hago ahora?», Carmen corrió hacia las puertas de cristal de la entrada. A través de ellas, pudo ver que la limusina en la que habían llegado se alejaba del lugar.
«¡Sr. Mendoza, espéreme!», gritó Carmen, agitando los brazos frenéticamente. Pero fue inútil. La distancia entre el lugar de la fiesta y el patio era demasiado grande. Bastian no podía oírla.
«¡No! ¡Me ha dejado aquí!». Carmen se quitó los tacones, los agarró con la mano y corrió hacia fuera tan rápido como pudo. Pero ya era demasiado tarde.
La limusina hab