Torpe y sin modales

Trataba de no reír mientras observaba al disgustado Fabio.

—¡Ya, para! ¡Rastreadora torpe y sin modales, deja de hacerte la tonta! No lo aguanto más —ladró Fabio, con voz cortante.

El desprecio de Stefano era más silencioso, pero igual de claro, se quedó mirando el río, con los brazos cruzados, como si yo no valiera ni un segundo de su atención, tuve que apretar los dientes para no soltar una carcajada, sus caras de fastidio eran oro puro. Para esconder mi alegría, puse una mueca de pena y los seguí hacia las cabañas, arrastrando los pies en el barro.

Un hombre mayor, con el pelo blanco que llevaba un delantal sucio, me llevó a una de las casas más pequeñas, dentro, el cuarto estaba lleno de cosas que alguien debió pensar que me harían saltar de emoción, había una pila de mantas tejidas a mano y un baúl con ropa que despedía un fresco aroma a lavanda fresca.

Hice como que me sorprendía, tocando una manta,  pero por dentro me daban ganas de tirar todo por la ventana, no iba a dejar que me compraran con esos trapos, claramente no habían elegido la decoración dos tipos como aquellos, alguien más debió haberlo hecho.

Más tarde me pidieron salir, había una mesa larga de madera afuera, oí a Fabio quejándose con Stefano mientras arrancaba un pedazo de pan.

—Menos mal que esta chica no despierta nada en mí, imagínate tener que cargar con una rastreadora tan inútil para siempre.

Sonreí en silencio, satisfecha, había tapado mi olor con esa mezcla de musgo y arcilla antes de venir, y estaba funcionando perfecto, estos dos no eran lo que quería, y por suerte, ellos tampoco me querían cerca.

Había pedido a Marco, mi primo, que averiguara lo que pudiera sobre los Ditolbi antes de salir de las colinas, su familia tenía fama de dura, de pelear por cada pedazo de tierra junto al río, Stefano Ditolbi, el Alfa de los Lobos de la Tormenta, pasaba más tiempo dando órdenes que descansando en su campamento. 

Fabio, su hermano menor, era más salvaje, siempre corriendo por el bosque con un arco o revisando trampas, el abuelo de ambos, un viejo testarudo, los había obligado a recibirme, aunque ninguno entendía por qué.

Me senté en un banco junto a la mesa, rodeado de platos con pescado asado y cuencos de sopa caliente, Fabio estaba enfrente, arrancando trozos de carne con los dedos, de pronto, me miró y habló con la boca medio llena.

—Oye, Naia, como rastreadora que dices ser, tal vez necesitas cambiarte, y lavarte esa cara, arriba hay ropa, unas botas y un arco que hice yo mismo, si sabes usarlos, pruebatelos.

Miré mi vestido viejo, lleno de parches, y me encogí de hombros.

—Esto me lo tejió mi tía, me gusta así como está, y no me gusta lavarme —en verdad estaba disfrutando molestarlos.

Fabio puso los ojos en blanco, Stefano, que estaba a su lado cortando un pescado con un cuchillo pequeño, fue más directo.

—Mira, Naia Costa, dejemos esto claro, no queremos líos contigo, ninguno de los dos va a quedarse contigo, así que mejor te largas sola.

Puse cara de tristeza, mordiéndome el labio como si me doliera.

—Y ¿qué le digo a mi familia? Ellos me mandaron aquí —tenía que sonar convincente.

Fabio se inclinó hacia adelante, sus ojos grises brillaban de enojo.

—Diles lo que quieras, pero no te hagas la víctima, si te quedas, vas a traer problemas, y no estamos para eso.

Bajé la mirada, fingiendo ser una chica tímida, y seguí comiendo mi sopa en silencio, no les di ni una migaja de pelea, tal vez fue demasiado buena mi actuación, porque los dos dejaron sus platos a medio terminar y se levantaron de la mesa sin decir más.

Cuando se fueron, me quedé sola con la comida, el pescado estaba bien cocinado, con un toque de hierbas que no conocía, y la sopa caliente servía para mitigar el frío que hacía, me tomé mi tiempo, saboreando cada bocado, todo iba según lo planeado, los Ditolbi no me tragaban, y yo podría largarme del territorio de los Lobos de la Tormenta en poco tiempo sin problemas.

Después de comer, subí al cuarto que me dieron, saqué un pequeño cuaderno del morral y escribí unas líneas para Marco, usaba un código simple que solo él entendía, por si alguien encontraba el mensaje.

“Llegué al río, los Ditolbi no sospechan nada, todo bajo control”.

Guardé el cuaderno, ya buscaría la manera de hacerle llegar la nota a Marco a través del río,  me tiré en la cama, era incómoda, dura, cerré los ojos, dejando que el cansancio me ganará, había sido un día largo, entre el viaje a caballo y manteniendo la fachada de Naia Costa, la rastreadora inútil. 

Llevaba dos años como Alfa de los Hijos del Bosque, ahora a mis 20 años, sabía claramente cómo jugar este juego.

Me desperté de golpe a las tres de la madrugada, la garganta me raspaba, la sentía terriblemente seca, me senté en la cama, frotándome la cara, había dormido con la ropa puesta, y el vestido estaba arrugado, pero no me importó.

Me levanté, descalza, y salí del cuarto en silencio, el campamento estaba oscuro, solo se oía el río a lo lejos y el sonido del viento silbando entre los árboles, bajé las escaleras de madera, buscando agua, encontré una jarra de barro sobre una mesa y me serví un trago, bebiendo rápido, el agua estaba fría, casi helada, y me despertó del todo.

Subí de nuevo, con los pies fríos contra el suelo, me metí bajo la manta y cerré los ojos, dejando que el sueño me atrapara, pero no pasó mucho antes de que un ruido fuerte me alertara, la puerta se abrió de golpe, y sentí un tirón en la manta, me incorporé rápido, el corazón me golpeaba en el pecho, busqué el cuchillo bajo la almohada.

— ¿Quién anda ahí? —pregunté apretando el cuchillo por el mango.

Una figura alta apareció, era Stefano Ditolbi, enseguida entró en el cuarto.

— ¿Qué haces entrando así? ¡Es mi cuarto! —protesté, subiendo la manta para cubrirme, aunque por dentro estaba lista para defenderme.

—No duermo tranquilo con una extraña aquí —dijo.

Mi mente voló. ¿Había notado algo? La arcilla debía seguir ocultando mi olor, pero Stefano no era como su hermano, sus instintos de Alfa eran peligrosos.

— ¿Qué buscas? —pregunté, fingiendo miedo mientras lo miraba en la penumbra.

—Saber por qué estás realmente aquí —respondió, acercándose más, hasta que se detuvo cerca de la cama —no me trago lo de la rastreadora, tu familia se equivocó al enviarte, jamás se unirán nuestras manadas a través de ti.

Tragué fuerte, exagerando el gesto.

—En verdad soy una rastreadora, y si no están interesados, al menos espero que pueda ayudar en algo—mentí, rezando para que no oliera la verdad.

Me observó un rato, en silencio, luego giró hacia la puerta.

—Ten cuidado, Naia, este no es lugar para juegos —dijo antes de salir, cerrando la puerta de un golpe.

Me quedé sentada en la cama, con el cuchillo todavía en la mano, mi pulso se había acelerado y se negaba a calmarse,  Stefano Ditolbi no era idiota, a sus 28 años, como Alfa de los Lobos de la Tormenta, tenía el instinto afilado, sus ojos azules y su pelo negro no eran lo único que lo marcaban, había algo en él que me ponía los nervios de punta, en cambio Fabio, con sus 19 años, su pelo castaño y sus ojos grises, era más fácil de engañar, pero Stefano era otra cosa.

Solté el cuchillo y me recosté, mirando el techo, había llegado al campamento como Naia Costa, una chica sencilla que nadie tomaría en serio, pero ahora, con Stefano rondando, tenía que ser más cuidadosa, si investigaban y descubrían que Naia Costa no existía, que yo era Chiara Vigo, todo se vendría abajo,  y no iba a dejar que un Alfa con ojos fríos me arruinara el plan.

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