El respeto que había ganado en el círculo de Alfas era tan frágil como el hielo invernal. No necesitaba que me lo dijeran; lo sentía en cada mirada que me lanzaban. Eran miradas pesadas, llenas de una mezcla incómoda de admiración y miedo. Algunos me reconocían la fuerza, otros apenas toleraban mi presencia, pero todos tenían algo en común: vigilaban cada uno de mis movimientos como si esperaran el mínimo error para caerme encima.
Yo lo sabía, y ellos también sabían que yo lo sabía.
Yo había demostrado que no era débil, pero al mismo tiempo había abierto la cloaca que muchos preferían mantener cerrada. La traición ya no era un rumor; era un veneno que corría por las venas del consejo.
Y ese veneno ya había alcanzado a mi gente.
La herida de Marco era grave, las garras del encapuchado no solo habían desgarrado carne y músculo; estaban impregnadas de veneno. Lo llevé a mi cabaña, ignorando las miradas que sentía clavadas en mi espalda. Algunos preguntaban con los ojos si sobreviviría, o