Prólogo
Los rumores nunca habían dejado de correr por los callejones empapados de esta ciudad, donde el asfalto parecía sudar miedo y promesas rotas. En los tugurios llenos de humo, alrededor de las mesas de póker manchadas de sangre seca, hombres susurraban su nombre con una mezcla de temor y fascinación. Algunos juraban haberlo visto desaparecer en un incendio, otros afirmaban que había huido del continente con una fortuna robada y la certeza de que nunca volverían a verlo. Pero los más viejos sabían que no se desaparece tan fácilmente cuando se ha dejado atrás una estela de muertos y un último juramento de venganza. Esa noche, una tormenta estalló sin previo aviso, azotando los techos de chapa ondulada y llevándose consigo las últimas ilusiones de tranquilidad. Las ráfagas sacudían los letreros tambaleantes, hacían chirriar las persianas sobre ventanas apagadas, como si la propia ciudad contuviera la respiración. Los barrios periféricos, esas zonas grises donde la ley no era más que una palabra vacía, estaban congelados en una tensión palpable. Una berlina negra se adentró en un callejón estrecho, sus faros desgarrando las paredes de grafitis obscenos y las siluetas de antiguos almacenes transformados en laboratorios clandestinos. El motor se detuvo, dando paso a un silencio casi solemne. La puerta se abrió. El hombre descendió lentamente, como si cada gesto fuera la continuación de un ritual que se había prometido cumplir. Era alto, más delgado que antes, pero su presencia era suficiente para llenar el espacio de una amenaza latente. Bajo el abrigo oscuro, su cuerpo aún llevaba las cicatrices del exilio: una clavícula mal soldada, una quemadura larga como una serpiente a lo largo del omóplato, la marca indeleble de las traiciones que había sobrevivido. Se detuvo frente a la gran puerta metálica. Aquí, todo había comenzado. Aquí, su familia había sido condenada. Puso la mano sobre el metal frío, y la memoria lo golpeó como una cuchillada: el grito de su hermana que se llevaban, las botas golpeando el suelo, la risa burlona del padrino que le había arrebatado todo. Su aliento se volvió áspero. Los rostros de sus enemigos desfilaban tras sus párpados cerrados. Ninguno de ellos había desaparecido. Habían prosperado sobre sus ruinas. Se habían repartido la ciudad, construyendo su imperio sobre las cenizas aún tibias de su nombre. Pero el olvido era un lujo que nunca había tenido. Durante todos esos años de exilio, había preparado su regreso. Había aprendido sus debilidades, observado sus guerras internas, comprado lealtades que creían imposibles de corromper. Su red estaba lista. Su mente, más afilada que nunca. Su corazón, vacío de toda esperanza, excepto la de verlos caer. A lo lejos, un rayo desgarró el cielo. La luz cruda reveló su rostro, surcado por la fatiga y el luto, pero animado por una resolución que nada podría marchitar. En el halo tembloroso, se podría haber creído que salía de una tumba. La ciudad había prosperado sin él, creyendo estar a salvo. Iba a descubrir que un hombre sin ataduras no tiene nada que perder. Y que a veces, basta con una chispa para reducir un imperio a cenizas. Cuando retrocedió un paso, una sonrisa casi imperceptible rozó sus labios. Las Cenizas del Poder no habían terminado de arder.