La rebelión silenciosa  

Punto de vista de Lila

Me desperté con olor a lejía y el pitido constante de una máquina junto a la cama.

La boca me sabía a metal. La piel me ardía, como si me hubieran arrastrado por grava. Todo dolía, pero de forma sorda, lejana, como si el dolor fuera de otra persona y yo solo lo tuviera prestado un rato. El techo era blanco. Demasiado blanco. Ese blanco vacío que no guarda calor, ni suavidad, ni sitio para mí.

Lo miré fijo hasta que las baldosas se fundieron en un mosaico de nada.

Entró una enfermera, joven, ojos amables.

Preguntó si quería visitas.

—No —dije. La voz me salió ronca—. A nadie.

Asintió, escribió algo en la tabla y se fue.

La puerta se cerró con un clic suave, como si hasta ella supiera que ahora no soportaba nada fuerte.

Cerré los ojos y dejé que el silencio me tragara entera.

Era lo único que no dolía.

¿Hasta cuándo iba a seguir haciendo esto?

Dejar que otros decidieran por mí. Dejar que me hicieran daño y lo llamaran protección. Mi madrastra me encerrab
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