Sofía
La mañana transcurrió tan rápido que apenas pude darme cuenta. Después de acomodar todas las cajas en cada puesto, me limpié la frente con el dorso de la mano y solté un largo suspiro. Me dolía la espalda, los brazos y hasta las pestañas, pero cuando mis ojos se cruzaron con los del padre Fernando, todo ese cansancio se evaporó como agua en sartén caliente.
Lo vi arreglando unas canastas de pan junto a la hermana Guadalupe, sus mangas remangadas hasta los codos y esa sonrisa calmada que, por alguna razón, hacía que mi estómago se retorciera como si hubiera tragado cien metros de cables eléctricos.
No lo mires, Sofía… no lo mires…
Pero claro, ¿cuándo en mi vida he hecho caso a mis propios consejos?
Seguí mirándolo mientras acomodaba los frascos de mermelada sobre la mesa de madera. Sus dedos eran largos y fuertes, sus antebrazos tensos, su cuello ligeramente bronceado. Dios, ¿qué me pasa?
En ese momento llegó el padre Sebastián con su bastón y su paso lento, acompañado por todas