Sofía
Ese día, el sol pegaba tan fuerte que sentía que mi hábito se pegaba a mi piel como un sticker barato en la pared. Me encontraba en el puesto de las mermeladas, acomodando los frascos por colores como buena obsesiva, cuando vi que la gente empezaba a llegar como abejas al panal.
—Hermana, ¿me da una de fresa y una de mora? —preguntó una señora de cabello crespo, con un niño jalándole la falda.
—Claro que sí, señora —respondí con una sonrisa y manos temblorosas, mientras trataba de que no se me cayera ningún frasco.
Entre venta y venta, acomodaba los billetes en una cajita de madera, sintiendo una emoción nueva cada vez que la gente probaba la mermelada y decía “¡Está deliciosa, hermana!”.
Bueno, no es como si yo la hubiera hecho, pero gracias igual, pensé mientras le pasaba otro frasco a un señor que tenía cara de no haber probado mermelada en su vida.
De pronto, sentí esa sensación extraña… como si alguien me mirara. Levanté la vista y ahí estaba él. El padre Fernando. Estaba e