El día comenzó con una tensión rara, como casi todos los días en esta casa. Damon andaba más callado que de costumbre, encerrado en sus pensamientos. Y Camille… bueno, esa perra seguía flotando por la casa como si fuera la dueña de todo.
Hasta que no lo soporté más.
Pasé por el jardín rumbo a la terraza cuando escuché su voz. Alta, clara, tan descarada como su escote.
—No sé qué le ve a ella —decía Camille, hablando con otra sirvienta mientras se pintaba las uñas—. Yo sí sabría cómo hacer que se olvide de cualquier esposa.
Me quedé paralizada. Y lo peor: sonrió al ver que la había oído. No se inmutó. Me sostuvo la mirada con arrogancia.
—¿Quieres repetirlo? —pregunté en voz baja, helada.
Ella se encogió de hombros.
—No es un secreto, señora. Damon es atractivo, poderoso… y no es como si tú fueras su gran amor. Ni siquiera fuiste la primera.
—¿De qué hablas?
—Pregunta por la mujer de la habitación del tercer piso, si no me crees.
Me acerqué. Mucho. A centímetros.
—No me importa si tú