Eliana
Diez minutos más tarde, el auto de Adán se detuvo justo frente a mí.
—Señora Garrido, el señor llamó. Me envió a buscarla.
Me subí al auto sin decir ni una sola palabra y mi mente empezó a trabajar a toda velocidad.
De camino a casa, mi celular vibró con un mensaje de Isabella, el cual contenía una foto en donde aparecía Érico sosteniéndola por la cintura, mientras ella estaba sentada junto a él.
El fondo de la imagen era el océano, lo cual me permitió deducir que estaban en un crucero, tal vez el que Érico acababa de comprar. Una botella de champán reposaba en la mesa frente a ellos, con dos copas a su lado.
Érico me había mentido.
No se había ido al casino. Estaba con Isabella.
Un mensaje apareció bajo la foto. Era una captura de pantalla de un mensaje de Érico para ella.
«Cada noche con Eliana es una completa tortura. Tengo que cerrar los ojos y fingir que eres tú debajo de mí para poder acabar. Te extraño tanto, Isabella. Escápate esta noche y ven a mi casa. Eliana no está y quiero tenerte en mi cama».
Las palabras en la pantalla se fueron desdibujando una a una mientras levantaba la mirada del celular.
Al instante, me di cuenta de que el paisaje al otro lado de la ventana no era la ruta familiar hacia casa.
—¿No vamos a casa? —pregunté, mi voz sonando cada vez más débil de lo que habría querido.
La sonrisa de Adán se fue torciendo poco a poco. Ya no era la expresión servicial de siempre, sino que era cada vez más fría y calculadora, idéntica a la de aquellos dos desgraciados que me secuestraron.
—¿A casa? —repitió con un tono grave, destilando veneno en cada palabra—. No me des órdenes. Para mí, tú no eres la verdadera señora Garrido.
Me esforcé por mantener la compostura.
—Érico te mataría si supiera lo que acabas de decir —dije.
Adán soltó una carcajada cortante, casi grotesca, y me respondió de mala gana:
—Entonces, tengo que asegurarme de que el señor Garrido no se entere.
Cerró las puertas del auto con un clic en el panel y pisó el acelerador a fondo, luego añadió:
—Tengo una sorpresa para ti.
El auto derrapó hasta detenerse en un estacionamiento desierto y, de inmediato, el olor salado del océano me llenó por completo los pulmones. Estábamos en el muelle.
Intenté abrir la puerta, pero él fue más rápido. Su agarre, frío y brutal, me arrancó del auto tirándome del cabello y me estrelló contra el suelo.
Traté de levantarme, pero un dolor punzante me atravesó la mano.
Un tacón, afilado como una daga, se clavó en el borde de mi mano, hundiéndose en mi piel.
—Hace tiempo que no nos vemos, Eliana —ronroneó una voz, muy dulce y cruel a la vez.
Conocía esa voz. La conocía demasiado bien. Levanté la mirada, con los ojos llenos de incredulidad.
Era Isabella.
Claro que era ella. Había estado con Érico en el crucero. Y el crucero no estaba lejos del muelle.
Ella no solo había clavado su tacón en mi mano; lo giró con fuerza, presionándolo con fuerza hasta que sentí que la sangre brotaba de mi palma. Solo entonces, retiró su pie, con una expresión cargada de falsa compasión.
Unos minutos más tarde, Isabella se dio la vuelta y le plantó un beso en la mejilla de Adán.
—Buen trabajo, Adán. Te recompensaré después —murmuró.
Luego me miró, con una sonrisa tan cruel que solo podía pertenecer a un demonio, y dijo:
—Pobre Eliana… Engañada por Érico y todavía creyendo que era tu héroe.
Adán soltó una risita seca antes de mostrarme una mirada aterradora y me confesó:
—Sé que escuchaste todo el otro día. Revisé las grabaciones de la cámara de seguridad.
Isabella dio unos pasos más, acercándose con lentitud, mientras decía:
—Dios… ¿Cómo puedes ser tan estúpida, Eliana? Hasta torturarte perdió la gracia.
Adán, con una voz cargada de burla, estuvo de acuerdo con ella:
—Exacto. ¿Y esa bala que tomaste por Érico? ¿Sabías que estaba destinada a ti?
Luché por incorporarme un poco, pero mi cuerpo me fallaba. Cada intento de ponerme de pie se sentía como una batalla perdida.
Apenas logré levantarme, cuando Adán me dio una patada brutal en el pecho. El golpe me dejó sin aire y caí al suelo como una muñeca hecha trizas.
Escupió a mis pies y, con una mirada llena de odio, me dijo:
—Ni lo intentes, perra.