Eliana
Érico sonrió y me acarició la nuca, como si fuera una niña.
—Si te sientes mal, deberías ir al hospital, cariño.
Luego se devolvió hacia una de las empleadas domésticas y le ordenó con tono severo:
—¿No ves que la señora está borracha? Tráele una limonada.
La empleada asintió con la cabeza y salió corriendo de la sala. Unos minutos más tarde, regresó con la bebida en una bandeja y la extendió hacia mí.
En ese mismo instante, Érico sacó su pistola y le disparó en la cabeza.
El disparo retumbó, ensordecedor, seguido del impacto desagradable de la sangre y de los sesos salpicándome la cara. La mano de la empleada quedó suspendida en el aire, inmóvil, todavía ofreciéndome la bebida, mientras la limonada y la sangre me corrían la piel.
No pude contener el asco que sentía. Quise vomitar, escapar y gritar.
Érico ni siquiera parpadeó. Limpió su arma con la manga y me miró, como si nada hubiera pasado.
—Falló en su trabajo, cariño. Tenía que esperar mi orden antes de servirte esa limonada —anunció.
Tragué saliva con cierta dificultad mientras sentía la bilis que me ardía en la garganta, pero me vi obligada a quedarme quieta.
Érico era un monstruo.
Con un pañuelo, limpió la sangre de mi cara con una delicadeza tan impresionante que me enfrió la sangre.
—Ahora eres la señora Garrido. No vuelvas a beber durante el día, ¿entendido? Si alguien te viera en ese estado, pensarían que eres una alcohólica. Y la señora Garrido no puede ser una alcohólica.
Respiré profundo, tratando de calmar el temblor de mis manos. Todo mi cuerpo se estremecía de miedo y repulsión.
—Ahora lo entiendo —susurré, mientras luchaba por contener la tormenta que rugía dentro de mí.
—¿Te sientes mal, amor? —su tono era tranquilo, y, con una preocupación casi fingida, examinó mi cara—. Parece que te vas a desmayar.
—No he dormido bien —mentí, con la voz apenas audible.
—¿Por qué no te recuestas un rato? Mañana podríamos ir a nuestro complejo turístico favorito, solo tú y yo.
Su tono era tan suave y tan reconfortante… como si nada hubiera pasado.
En un momento, era un monstruo; unos minutos más tarde, el caballero perfecto.
«¿Cómo pude estar tan ciega durante tanto tiempo?», pensé.
—Claro —logré a responderle, fingiendo una sonrisa que no alcanzó a mis ojos.
Volví al dormitorio, sin poder aguantar aquello por más tiempo.
Corrí al baño y vomité, mientras la imagen de los sesos de la empleada explotando frente a mí volvía a reproducirse en mi mente.
La sangre… La forma en que su mano aún se extendía hacia mí, en fin ...
No podía quitarme el pensamiento aterrador de que, si algún día lo enfurecía lo suficiente, yo podría ser la siguiente.
Cuando las náuseas cedieron, regresé al cuarto y vi que el celular de Érico estaba sobre la mesita de noche. Debía haber entrado y lo había dejado allí sin darse cuenta.
Sin pensarlo demasiado, lo tomé. La pantalla de inicio era una foto de ella sonriendo mientras Érico la hacía girar entre sus brazos.
La contraseña, como era de esperarse, era el cumpleaños de Isabella.
Abrí los mensajes, sintiendo que el corazón golpeaba mi pecho con fuerza.
Érico, claramente, no pensó que yo alguna vez revisaría su celular, porque todos los textos entre él e Isabella no estaban muy bien guardados.
El más reciente era de ese mismo día.
«¿Qué tal si cenamos juntos?», le había escrito él.
Deslicé la pantalla.
Cada mensaje era una declaración de amor de Érico.
Y entonces, me quedé fría. Mi dedo se detuvo, suspendido, justo sobre un mensaje de Isabella:
«Pensé que te habían disparado durante ese viaje de droga a Urington. ¿Cómo estás?»
La respuesta de Érico fue tan escalofriante:
«Eliana tomó la bala por mí».
«Qué heroica es ella. Debes estar muy conmovido por eso», respondió ella.
«Más bien asombrado. Ella es una idiota», respondió Érico.
Parpadeé por unos segundos. Una lágrima rodó por mi mejilla y cayó directo sobre la pantalla.
Cuando Érico estuvo involucrado en aquel peligroso encargo de drogas rumbo a Urington, le rogué que me dejara acompañarlo. Después de que me advirtiera lo arriesgado que sería aquel viaje, no soportaba la idea de quedarme tan lejos de él.
Aceptó a regañadientes. Y aquel viaje, como anticipé, terminó siendo una completa pesadilla.
Me dispararon y a él le dieron en la espalda.
Él se recuperó rápido, pero yo no.
La bala destrozó uno de mis ovarios y, desde ese entonces, perdí la posibilidad de tener hijos.
Me había sentido tan avergonzada por no poder darle un hijo.
Estaba a punto de devolver el celular a su lugar cuando, sin querer, mi dedo deslizó la pantalla otra vez, y apareció el siguiente mensaje. Esas palabras de Érico me golpearon como una fuerte cachetada.
«Te amo desde que me salvaste en Maziria. Lo que hiciste sí fue heroico, me salvaste de ese tiroteo. Si no fuera por ti y por tu cirugía de emergencia, hoy no estaría vivo ».
«¿Salvarlo? Isabella jamás había sostenido un bisturí en su vida», pensé.
Ella era la enfermera. Y yo, era la médica.
Fui yo quien había salvado a un hombre en medio de ese brutal tiroteo en Maziria. Hice una cirugía de emergencia con una pistola apuntándome a la cabeza.
No fue Isabella.
Un pensamiento tan absurdo como aterrador cruzó con rabia por mi mente.
«¿Fui yo quien salvó a Érico aquel día?»
Y aún más escalofriante era la pregunta: ¿Isabella le había mentido, haciéndole creer que había sido ella quien lo había salvado?
Mis manos temblaban sin control mientras devolvía el celular a su lugar.
***
Después de lo que pareció ser una eternidad, logré tranquilizarme. Saqué mi celular y marqué un número que había estado guardado en mis contactos desde siempre.
—¿Todavía quieres sacar a Érico de Novalandia?
—¿Qué estás insinuando? —respondió una voz preocupante, cargada de curiosidad.
—Secuéstrame en dos días —dije, fijando mi mirada en la foto sobre la mesita de noche: yo estaba vestida de novia, con Érico a mi lado, luciendo como el esposo perfecto—. Te dará todo lo que tiene, sin pensarlo dos veces.
Colgué justo cuando Érico entró al dormitorio.
Había estado bebiendo, y sus pasos eran torpes, como si el alcohol ya lo hubiera vencido por completo.
—¿Con quién hablabas? —preguntó con los ojos entrecerrados, siempre alerta, siempre desconfiado—. Más te vale que no sea otro hombre.
Lo ayudé a llegar hasta la cama, como siempre lo hacía.
—Claro que no. Solo un tipo que marcó el número equivocado —mentí con total naturalidad.
Se tranquilizó de inmediato, apoyándose en mis brazos como si nada hubiera cambiado.
—De acuerdo. Nunca hables con otro hombre que no sea yo.
Lo arropé y luego me metí en la cama a su lado.
Pero el sueño nunca llegó. Pasé la noche en vela, con la mente dando vueltas una y otra vez, atormentada por todo lo que acababa de descubrir… y todo lo que estaba planeando.
***
Al día siguiente, Érico y yo íbamos rumbo al complejo turístico del que había hablado. Pero, a mitad del camino, recibió una inesperada llamada y canceló el viaje en el acto.
Dijo que debía atender un problema en su casino: unos borrachos habían armado un escándalo.
—Perdóname, amor. Te lo voy a compensar, lo juro. Toma, usa esta tarjeta —dijo, entregándome una tarjeta negra—. Compra con ella lo que quieras, cariño.
Y así, sin más palabras, se fue.