Érico
Isabella dijo que estaba aburrida, así que la llevé a la casa del lago por el fin de semana, con la única esperanza de levantarle el ánimo. Era lo menos que podía hacer por ella.
Mientras tanto, Eliana seguía encerrada en mi finca, como castigo por su comportamiento inapropiado y, sobre todo, por haber empujado a Isabella aquel día en el muelle.
«¡Qué descaro! ¿Quién se creía que era? Si no fuera por Isabella, yo ni siquiera estaría aquí. Literalmente. La verdad… tal vez me pasé un poco con ella», pensé.
Le había enviado un mensaje, solo para ver cómo estaba. Pero no me respondió, y eso era algo muy raro en ella. Eliana siempre contestaba enseguida, aunque fuera con un emoji sarcástico. Pero esta vez, nada. Silencio absoluto.
Por fin, mi celular vibró. Un alivio me recorrió por dentro, pero Isabella me lo arrebató antes de que pudiera mirar la pantalla.
—Nada de celular, Érico —dijo, con un tono encantador—. Me prometiste que este fin de semana sería solo para mí.
—Lo siento —murmuré, intentando alcanzar el celular—. Debe ser Eliana. Solo quiero asegurarme de que esté bien.
La sonrisa de Isabella se esfumó y sus ojos se enrojecieron.
—Lo sabía —sollozó—. Todavía estás pensando en ella. Entonces, ¿para qué me trajiste aquí si tu mente sigue con ella? Después de todo lo que me ha hecho, pensé que, al menos, este fin de semana podrías estar libre.
Antes de que pudiera responder, se dio la vuelta con cierta brusquedad y se alejó dando pasos determinantes.
—¡Isabella, espera! —la llamé, siguiéndola con un nudo en el pecho.
Tenía toda la razón. No era justo pensar en Eliana cuando estaba con ella. En especial después de todo lo que había pasado entre nosotros.
Y aun así… La última vez que vi a Eliana, había algo extraño en ella. Se veía distante. Insegura. Tal vez, solo estaba siendo paranoico. ¿Qué podría hacer ella? Tenía guardaespaldas vigilándola.
Cuando alcancé a Isabella, le pasé el celular y le dije:
—Tómalo. Este fin de semana soy todo tuyo. Solo tuyo.
Su sonrisa volvió como un rayo de sol atravesando una tormenta. Me besó con pasión.
—Eres el mejor —guardó silencio—. Oye, Érico… Me gustaría cenar junto al lago. ¿Puedes pedírselo al chef?
—Claro, cariño —murmuré, rodeándola con un brazo por la cintura.
Salí a buscar al chef. Pero me detuve en seco. Había olvidado preguntarle qué quería para cenar. Entonces, corrí de vuelta a la casa.
Y me congelé al ver la amorosa escena frente a mí.
Adán estaba con Isabella, no conversando, sino abrazados y besándose como amantes.
Ella le rodeaba el cuello con los brazos, mientras se reía y le besaba la oreja.
«¿Qué demonios pasa aquí?», pensé.
—Adán, sin ti —dijo ella con ese tono presumido característico suyo—, Érico jamás habría creído la historia de que lo salvé en Maziria. Mucho menos me habría traído a este escape romántico junto al lago... Pensando que soy su gran amor.
Adán sonrió, deslizando las manos por las caderas de ella, y dijo:
—Me debes un premio. Extraño tanto… tu cuerpo sobre el mío.
De pronto, sentí cómo la sangre se me iba de la cara.
Mi mano derecha y la mujer que creía amar… juntos, besándose… devastándome por dentro. Burlándose de mí. Conspirando a mis espaldas.
Luego, la voz sombría de Adán resonó con una sonrisa casi imperceptible.
—Estoy arriesgando todo por ti, amor. Si Érico se entera, ya sabes cómo es. Nos mataría a los dos.
—Relájate, cariño —le ronroneó ella, apoyando la cabeza en su pecho—. Jamás sospecharía de nosotros. Hacemos una actuación perfecta. —Hizo una pausa, antes de preguntarle, con una dulzura encantadora—. Por cierto, ¿cómo te fue con Eliana el otro día? ¿Hicieron…?
—Dios, no —se burló Adán—. Esa tipa es una completa basura. Ni siquiera es mi tipo. Pero la hice arrastrarse por el suelo como una perra.
Isabella soltó una risita.
—Qué malo eres...
Sus labios se encontraron de manera feroz. Y no aguanté más.
Entré, alcé mi pistola y disparé un solo tiro al aire.
Se separaron al instante de un salto, como adolescentes atrapados en plena travesura. Adán casi se orinó del susto, mientras que Isabella palideció como el yeso.
—Jefe, yo… ¡Era una broma! ¡Solo estábamos jugando! —balbuceó Adán aterrado—. ¡Yo jamás…!
Pero ya no lo escuchaba. Yo no estaba furioso por verlo besar a Isabella, pero sí estaba furioso por lo que dijo sobre Eliana.
«¿Hacerla arrastrarse? ¿Cómo una perra?»
Pensando en eso una y otra vez, la rabia estalló dentro de mí como una granada.
—¿Cómo te atreviste? —gruñí, con los dientes apretados.
Apunté a la pierna de Adán y apreté el gatillo.
El grito que soltó hizo eco entre los árboles a su alrededor. Cayó al suelo como un saco de carne, con la sangre empapando el césped.
—¡Lo siento! ¡Por favor, jefe, no me mate! ¡Se lo contaré todo!
Avancé hacia él, con el arma humeante en mi mano.
—Entonces, empiecen a hablar —dije con voz endemoniada—. ¿Quién me salvó en realidad en Maziria?
Porque ahora lo sabía: no había sido Isabella.
Y, en ese preciso momento, tuve un muy, muy mal presentimiento sobre quién había sido en realidad.
—¡Érico! —chilló Isabella detrás de mí, desesperada—. ¡No le creas a esa serpiente! ¡Adán me amenazó! ¡Dijo que, si no me acostaba con él, me mataría!
Ni siquiera me di la vuelta. No le dediqué ni una mirada.
—Una palabra más — le advertí con frialdad—, y la próxima bala te atravesará la cara.
Adán se arrastró hacia mí sobre la tierra empapada de sangre, aferrándose a mi pantalón como un perro, suplicando por su vida.
—Por favor, jefe… Tienes que creerme…
Su cara estaba llena de sudor y lágrimas.
—Yo… perdí la cabeza cuando Isabella vino a mí —confesó—. Me suplicó que te mintiera. Dijo que eso ayudaría a mantener a Eliana fuera del camino. Pero no fue ella quien te salvó en Maziria, fue Eliana. Ella fue quien curó tu herida. Ella era la doctora. Isabella… solo ha estado fingiendo todo este tiempo.
Luego siguió sollozando.
—Por favor… Nunca quise hacerle daño. Pensé que…
No alcanzó a terminar; se le cortó la voz tragada por la vergüenza que sentía.
—Y lo que pasó en el muelle —añadió, ahora apenas en un susurro—. Ese día en que Isabella dijo que Eliana la insultó… No fue así. Isabella la golpeó primero. Eliana ni siquiera la tocó.
Entonces, como una víbora acorralada, Isabella se lanzó sobre él, cubriéndole la boca con su mano.
—¡Cállate desgraciado! —gritó—. ¡Érico, no lo escuches! ¡Está mintiendo! Tú sabes que fui yo quien te salvó. ¡Lo sabes! Y todo lo que vivimos juntos… Todos esos momentos hermosos, también fueron reales. ¡Tú lo sabes!