Érico
Adán la empujó con furia, la cara enrojecida por la ira.
—¡Suéltame, loca! —gritó—. Ya no voy a encubrirte más.
Se enfrentaron como perros rabiosos, destrozándose en el uno al otro frente a mí, escupiendo verdades y mentiras al mismo tiempo. Pero ya era suficiente. Más que suficiente.
Cada palabra era una puñalada. Y con cada frase que salía de sus bocas, sentía cómo un pedazo de mi alma era arrancado sin ningún tipo de anestesia.
Y yo, había sido tan cruel y despiadado con la única persona que, en realidad, se preocupaba por mí: Eliana.
Fui yo quien ordenó a esos desgraciados que la acosaran.
Fui yo quien planeó enviarla en ese barco y quien quiso que cargara con toda mi culpa.
La dejé encerrada. Pudriéndose tras las rejas durante largos dos años.
Dos años.
Y ella…
Ella no había hecho nada malo. Nada.
Mis manos empezaron a temblar sin cesar. Las miré por un momento. Estaban manchadas de sangre. De alguna manera, era su sangre.
—¿En qué me he convertido? En un verdadero monstru